Finalizando la clase del siguiente día hábil, la ciudad de Mimén fue azotada por una inesperada tormenta de arena. Era cosa de no creer. Hace no más de un par de días había llovido como si nada.
—¡Todos adentro! ¡Que nadie salga! —gritaba desesperado uno de los profesores, escoltado por el señor Mustafá que no podía levantar la voz por una disfonía que lo tenía merodeando, moribundo con una cara de malhumor.
Ishma también se prestó a la desesperación. Amaba a los alumnos de esta escuela, fuera quien fuera, y no permitiría que ni una sola alma saliera del establecimiento con tal de mantener el orden y la seguridad. ¡Qué mujer tan bondadosa! Increíble que estuviera conmigo en una relación amorosa.
La arena cubría el cielo casi por completo desde el Noroeste, oscureciéndolo todo. Y no había acostumbramiento a ello, siempre era aterrador presenciar tal hecho, su repiqueteo por todos los sitios. No solo por la imponente masa de polvo y arena que se cernía como un maremoto, sino por todo lo que podría acarrear, como las enfermedades y el daño a la agricultura entre otras cosas.
Cada curso se refugió en su salón.
—El desierto de Yhaham puede ser problemático —comenté a la clase, por decir algo que rompa el silencio. Nunca imaginé que este tempestuoso viento traería consigo esta tormenta de arena.
Ninguno regresó el comentario. Comencé a cantar un fragmento de una canción popular del país:
Campos de arena donde las rosas no crecerán…
Entonces traigamos rosas del desierto.
El sol en mi casco me hace doler la cabeza.
Entonces plantemos una acacia y que sus hojas y ramas nos dé un techo del abrasador gigante amarillo
Un manantial entre tantos granos
El agua más dulce…
Llamé la atención.
—La han escuchado antes, ¿verdad? —expresé con una sonrisa—. ¿Les gustó? —añadí.
—Mi abuela la cantaba —compartió Rahim—, pero mi abuela lo hacía mejor, aunque usted no lo hace nada mal.
Su compañero de al lado lo codeó y lo regaño por lo bajo.
—Saben qué, a lo mejor, entre tantas caras largas y amargura, podríamos ir al escenario para que Lamya les enseñe lo que estuvo practicando. —Mi propuesta enfureció a mi aprendiz. Le salía fuego por los ojos—. ¿Qué? ¿Su compañera no les contó sobre que será la estrella a fin de año? Practica todos los días después de la escuela para representar a la clase —remarqué al final, para que mi plan diera sus frutos.
—No creo que… —empezó a decir Lamya, pero sus compañeros, tal como lo predije, harían que sucumbiera a la presión social.
Muchos se le acercaron para incitarla a hacerlo, corearon su nombre y tiraron de ella. Incluida su amiga Zana.
Antes de poner otro motivo para que me echen de la escuela, busqué al director para avisar que llevaría al curso a la sala del escenario. Al comienzo se negó. Luego, con un poco de persuasión conseguí hacerle entrar en razón con la idea de que necesitaban distraerse, y que ese lugar es aún más seguro lejos de las ventanas, que a pesar de estar preparas ante este suceso, siempre es mejor prevenir que lamentar. Sumado al hecho de que no quería seguir gastando su voz.
Regresé al aula y los guíe en orden hasta el piano. Los alumnos se sentaron en la primera fila de butacas, entusiasmados, ansiosos, cuchicheando entre risitas.
El piano se encontraba en el centro del escenario, mirando hacia la derecha. Lamya se sentó y yo quedé a su lado, de pie.
—¿Estás lista? —inquirí, apoyando mi mano en su hombro, tratando de darle confianza.
Alzó la vista sin mover la cabeza.
—Es un tramposo —se quejó—. Y yo una tonta por dejarme engatusar. —Posó sus dedos en las teclas del piano. Tragó saliva notoriamente y añadió—: Estoy nerviosa —dejó escapar una risa tremola—. ¿Quiere que toque esa?
Asentí. Se refería a la melodía que dominaba por completo. Sencilla y lo suficientemente extensa para la ocasión.
Tras pedir silencio al público Lamya tocó la melodía. Poco a poco fue perdiendo el miedo y fue ganando confianza en sí misma. No cometió ni un solo error, ni tocó una nota fuera de tiempo. Fue asombroso, porque no solo aprendía rápido, sino también corregía sus errores con la misma velocidad. En tan pocas clases había superado su dificultad para bajar el ritmo, ya que siempre tocaba como si tuviera prisas por terminar o ansia por presionar la siguiente tecla.
Fui el primero en aplaudir. Los alumnos me precedieron de inmediato. Los rostros de sus compañeros estabas sorprendidos, y la aclamaban de pie.
Lamya se levantó del asiento y se inclinó con decoro para saludar, como si estuviera practicando para aquél momento. Una verdadera estrella en el escenario.
Cuando terminaron de felicitarla, por la mente me regresó la idea que tenía guardada por miedo. Proponer una especie de mini orquesta de bajo presupuesto, con un par de tambores, las flautas dulces, panderetas y el piano. Sinceramente no sé si fuera la mejor de mis ideas, ni como resultaría tan rara y escasa combinación de instrumentos musicales, pero al comentárselos, demostraron un gran interés.
Para mi desgracia, esto no fue posible. El director Mustafá estaba de mi lado. De hecho, hasta parecía igual de interesado que los alumnos. Sin embargo, que los alumnos tuvieran una hora adicional en la escuela por la clase de música, no fue del agrado de sus tutores, quienes rechazaron la propuesta sin dudarlo. Regresamos al principio. Fue doloroso tener que dar las malas noticias y desilusionar esos rostros jóvenes, aunque claro que me excusé con que no podía hacer nada al respecto, que la decisión era de sus padres. Me hizo pensar en lo fortuito que Lamya no tuviera problemas. Quedarme sin pianista sería el ultimátum para tener un pie fuera de la escuela. Y agradezco que mi plan funcionara, ahora solo debería cuidarla para que no decidiera tirar la toalla.