Manejando a la escuela, acodado con la izquierda en la ventana, escuchaba la ZH 9.1 tratando de mantener ocupada mi mente, de desviar mis cobardes pensamiento. “Se vienen los días lindos, cálidos”, anunciaban por la radio. La locutora lo decía con una satisfacción infinita. Con lo que sufrimos hace poco, como para no estarlo.
Me rehusaba a responder los insistentes llamados de Ishma. No lo hice en toda la semana que estuve enfermo. Por lo visto, me habían contagiado… Sufrí fuerte dolores musculares y de cabeza, y mi cuerpo levantaba unas temperaturas abrasadoras. Y de repente, cuando me puse de pie para ir al baño a mitad de una tarde, la mirada febril y la frente hirviente se habían esfumado. Luego de eso, inmediatamente me comuniqué con la escuela para avisar que me encontraba en esplendidas condiciones. Los días pasaban como diminutos granos de arena en el aire, y las prácticas de piano se habían aplazado durante demasiado tiempo.
Una vez arribé la escuela, evité a mi pareja, Ishma, por cualquier medio. ¿Una actitud infantil? Soy consciente de ello, mas no lo controlo.
Di las clases con normalidad, hasta que, antes de comenzar con la que daría fin a mi horario laboral hasta mañana, Lamya se acercó a mi escritorio con los brazos en las espaldas, a paso tímido.
—¡Lo siento tanto, profesor! —se disculpó, extendiendo hacia mí una caja de suculentos bombones, en señal de arrepentimiento, pero no entendía por qué.
Algunos atentos de la clase corearon: “¡Oh!”, infantilmente. Lamya se puso roja como un tomate.
—Por favor, chicos… —dije, aceptando el obsequio—. Gracias, no tenías que molestarte.
—Se enfermó por mi culpa —bisbiseó.
—No fue tu culpa. —Lamya alzó la mirada—. Sin embargo, hubiera preferido algo de fruta; suficientes dulces para mí.
—N-no se preocupe, profesor. Quiero decir, no está tan gordo.
—¿Tan? ¿Insinúas algo?
—¿Eh? ¡Lo lamento mucho, no quise ser grosera!
—Estoy bromeando, descuida. Pero será lo último que coma, me pondré a dieta —sonreí.
—¿De verdad, profe? —se acercó Zana.
—Pero usted está bien, así como está —comentó Lamya, tratando de arreglar lo dicho.
—Creo que es momento de pensar en cuidar mi salud.
—¡Está súper! Yo lo apoyo —dijo Zana, alegre.
—Claro, yo también —secundó Lamya—. De haber sabido le hubiera traído una ensalada de frutas.
—Ya que ese no es el caso, este será mi último permitido —contesté.
Sonó la campana.
Cada uno en su sitio, escribí en la pizarra el nombre de Mahazzi Hilbregarn.
—¿Lo conocen? —pregunté a la clase—. ¿Nadie? —Sus cabezas negaban de un lado a otro—. Mahazzi fue el primer Inspirador de la que antes, siquiera nombrada, fue el país, Imiterazzor.
Una jovencita llamada Yarah levantó la mano
—¿Qué es un Inspirador? —quiso saber.
—Tal como su nombre lo indica, inspiraba a los demás en el campo de batalla. Llenaba de valor a sus aliados, e infundía temor en los enemigos. A eso se dedicaban los inspiradores.
—¿Y cómo lo hacían? —preguntó otro alumno, Anás, con el ademán rebosante de curiosidad.
—Con una canción. Una canción que solo terminaba una vez finalizaba la batalla, o su vida, en el peor de los casos. Se dice que Mahazzi podía cantar tan alto que sobrepasaba cualquier alarido, cualquier cantidad de choques de armas… Una voz tan poderosa y estremecedora que sus propios aliados debían acostumbrarse…
Así transcurrió la hora. En cuanto nos dimos cuenta teníamos que marcharnos. Los alumnos parecían muy interesados con el tema, una verdadera pena que tengamos que esperar hasta la próxima para proseguir.
La calidez de la estación ingresaba por las ventanas que daban al patio escolar. Se me adormecían los parpados. Me relajaba ese calor, el cual no era para nada agobiante y el que aún no me hacía sudar como un cerdo. Eché un ojo al aula. Los alumnos se habían ido. No me percaté en que instante ocurrió. Olvidé por completo despedirme de ellos. Miré de nuevo afuera. Los problemas desaparecían al ver las hojas caer de los enormes árboles, y ese maldito polen que me irrita los ojos y la garganta. ¿Cuándo van a venir a quitarlos? Cabeceé por el cansancio. Parpadeé y miré a la puerta. Algo me hizo hacerlo, fue como un ente que me estaba acechando, pero no, no era un fantasma.
—¡Ishma! —exclamé de golpe. Me acomodé en el asiento y escondí los bombones detrás de una carpeta.
Su mirada asesina lo decía todo más que claro. Tenía la mirada eyectada de ira, lista para disparar contra mi persona.
—¿Ahora no respondes mis llamados, mis mensajes? —inquirió, sin perder la compostura.
—Es que mi celular —tartamudeé, tocando reiteradas veces los bolsillos de la camisa y pantalón.
—Tenemos que hablar —aseveró, mientras daba pasos tempestuosos de camino al escritorio. Al estar cara a cara, preguntó sin rodeos—: ¿Te parece si lo intentamos esta noche?
Silencio.
—¿A qué te refieres exactamente? —me hice el desentendido.
—A la familia, al bebé que quiero tener, al bebe que dijiste que queríamos tener.
Cada palabra fue como una puñalada en el corazón. Siempre creí que solo se sentían ante una traición. ¿Cómo pasé de estar relajado a estar estupefacto? Con mi pareja esperando una respuesta por un… ¿Bebé? Estoy soñando o, mejor dicho, estoy en una pesadilla.
—¡No! ¡No quiero ningún hijo! —quería decir, pero solo pasó por mi mente, porque mi lengua era demasiado débil y cobarde para decirlo en voz alta.
—Necesito algo más de tiempo, Ishma —supliqué—. Por favor, aún no estoy preparado.
Una prorroga a un futuro no. Eso espero. Sin embargo, no sé por cuanto más podré dilatar esta situación.
—¡Aún más tiempo! —estalló en gritos—. ¡¿Cuánto es “más tiempo” para ti?!
Ella esperaba una respuesta que evitara hincarme los ojos con los pulgares.
Pensé y pensé en una salvación. Que llegue alguien a interrumpir. ¿Margarita? ¿Por qué siempre entra apenas se van todos y ahora tarda tanto? ¡Una tormenta de arena! ¡Lo que sea! Se acaban los segundos antes de que rueden cabezas.