Te enseñaré a oír si me enseñas a amar

Capítulo 17: Besos para cada día

La estación se asentaba, paulatinamente la cálida temperatura se volvía más y más calurosa, casi agobiante. Para cuando me percaté, faltaban apenas tres meses para que llegara aquél día: el primero de diciembre, y hoy mismo iría con Hazard a comprar un anillo de bodas y un traje para el casamiento.

Como de costumbre, al terminar la clase enseñaba a Lamya a tocar el piano y al final de estas recibía un beso de su parte. Uno simple, uno de despedida, como lo hacía con Ishma. No es que no me lo cuestionara, pero se fue tornando algo cotidiano. Ninguno mencionaba nada sobre el tema. Un beso y adiós… hasta mañana. Lo terminé aceptando, preferente a tomar valor y hablarlo, al igual que todo lo que hacía últimamente. ¿¡Que digo!? Toda mi vida fue así, un constante sí.

Frotando mis manos y tronando mis dedos, los músculos de mis palmas se sentían agarrotados, ligeramente entumecidos. Me costaba tocar el piano durante un periodo prolongado de tiempo. Nunca me había pasado antes.

—¿Profesor? —me llamó Lamya.

Se había regresado luego de darme un beso y caminado hasta la mitad de la sala.

Necesitaba preguntar. No lo hice.

—Quiero invitarlo —siguió ella—. Después de aquí, no tiene que seguir trabajando, ¿verdad? Vayamos al centro, o a algún sitio.

Jugaba con sus pulgares, con las manos entrelazadas.

Parecía contenta. Algo tímida quizá. Me hablaba como si fuéramos novios de la escuela, como si yo no estuviera por casarme en tres meses. Era una situación quimérica, digna de estar en la cabeza de un soñador perdido, de un adolescente y su profesora en plena etapa hormonal. Sin embargo, era todo al revés. Un profesor y su alumna menor de edad. Que gran desastre.

Terminé por aceptar, ignorando el peligro de que alguien nos viera.

La tristeza que albergaba mi ser se fue evaporando poco a poco. Pasar un rato con Lamya me hizo olvidar por completo los miedos, los problemas, el futuro mismo, incluso la molestia de mis manos.

Lamya hablaba y hablaba sin parar, sin trabas en la lengua. Yo la veía en silencio, caminando enérgica, moviendo su pollera de la escuela con la brisa. Nadie parecía notar algo extraño en nosotros, o por lo menos no pude notar algo que insinuara eso, aunque, a decir verdad, paseábamos como cualquiera lo haría.

Mi cuerpo sentía una ligereza como nunca antes había vivido.

Un jugo de naranja para mí y un batido gigantesco para Lamya. Su cuchara se enterraba en la crema sin descanso, y mis ojos se clavaban en su boca. La cafetería rebalsaba de clientes; el lugar perfecto para pasar desapercibido.

—Profesor —dijo ella—. ¿Puedo preguntarle algo?

Con la cuchara dentro de la boca, esperaba.

Yo estaba nervioso.

—Fuera de la escuela, puedes llamarme por mi nombre, Dazan. —Sus ojos se agrandaron con extrañeza—. Y claro, pregunta lo que sea que quieras preguntarme.

—Necesitaba que me diga la verdad.

El barullo de la gente se sentía lejano, me suscitaba a centrarme en lo que tenía frente mío.

—¿La verdad? —contemplé— ¿Sobre qué exactamente?

Sobre el mantel a puntos, había tres magdalenas de cortesía, las cuales ninguno había tocado, y un servilletero metálico. Lamya dejó la cuchara dentro de la alargada copa de helado casi vacío, se limpió la comisura de los labios con una servilleta y reposó sus manos sobre sus piernas.

—Aceptó la invitación que le hice, pero… también le propuso matrimonio a Ishma. —Tragué saliva. Hablar de esto de por sí era de terror, y ahora en público, hacía que mi corazón fuera a mil por hora—. No lo entiendo, profe… —rectificó—. Dazan.

Sin saber que responder, me acobardé:

—Esto es un error.

Era lo correcto. Terminar con lo que sea que estábamos haciendo. Dudaba.

Al poner las manos sobre la mesa, pude notar como Lamya apretó los puños colérica.

—¿Un error? —cuestionó, mirándome directo a los ojos—. Entonces, ¿por qué pasó esta tarde conmigo? ¿¡Por qué!? —levantó el tono de voz, por suerte no fue lo suficiente para que voltearan. —Bajé el cabeza arrepentido—. Parecía feliz de estar conmigo… Todo este tiempo. ¿Por qué me trataba como lo hacía?

—No lo sé —respondí.

Ni siquiera me daba cuenta cómo es que la trataba.

Lamya apretó los labios, parecían querer estallar en insultos.

—Dígame la razón por la cual se dejó besar cada día —concluyó. Sin esperar una contestación por mi parte, prosiguió—: Usted no quiere casarse, no quiero tener una familia con esa mujer.

Afirmé sus palabras negando con la cabeza, con la mirada apenada.

—Vayamos a caminar —dijo, dejando el dinero bajo una caja de servilletas.

Anduvimos en silencio un largo tramo, hasta llegar a una colina de verde césped, saliendo de la zona urbana. Nos sentamos al lado de una enorme palmera. Dejamos el auto atrás, la gente, el ruido. La ciudad se veía diminuta. Ni siquiera los edificios o el rascacielos monumental cambiaban eso. Era la paz que traía la tierna brisa, cuando el sol se comienza a ocultar en el horizonte y las luces artificiales amarillas adornan las calles.

Pasó un vehículo con las luces traseras fulgurantes de rojo.

—Cuando yo era chica —empezó a contar—, mis padres murieron en un trágico accidente, uno horrible y cruel. Dicen que fue un accidente —remarcó—. Para mí los asesinaron por conveniencias. Nunca pude superarlo. Sabiendo que los responsables se salieron con las suyas. Yo no puedo hacer nada por ellos. —Volteó hacia mí— Como verá, no hay mucho más que contar sobre mí. Soy sencilla…

—Lamya…

—Dazan, querías que te contara sobre mi familia. Eso quiere decir que confió en ti.

El aire le revolvía en cabello dorado; ella lo sostenía de un lado con su mano. Me observaba, como quien mira con el corazón, esperando una caricia reconfortante, un suave mimo al alma, alguien que esperó toda su vida para una genuina muestra de afecto.

—Te puedo escuchar —dijo Lamya—. Te puedo ver a través de tus ojos.




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