¿Cómo contener lo que uno siente? Si lo que se siente es algo tan bueno, lindo, puro.
Las miradas y los besos se escapaban en cuanto teníamos la oportunidad. Ella me encandilaba con un guiño, y yo… me perdía en la fantasía. Me vuelve loco. A veces me gustaría levantarme del escritorio y correr a sus caricias, que todos observen, que de igual. Pero no puedo. No solo por nuestra relación prohibida por la escuela, también por las leyes del país, y por, sobre todo, por la sociedad que hace de juez principal. Si esto llegara a la luz…
Al final de mi clase, Lamya se quedó como de costumbre a esperarme para así dirigirnos juntos al escenario.
—Mi amor —cantó Ishma, entrando por la puerta tan campante—. Hoy temprano te dejé un mensaje. ¿No lo leíste? —inquiero, llenándome de besos.
Extraño la época en que nadie mandaba mensajes, donde no te recriminaban por no responder. Por lo menos puedo ver la hora en ese dispositivo infernal.
Lamya me fulminaba con la mirada. Expectante observaba con recelo. Es normal, después de todo, y aunque me comprendiera, es imposible ver a la persona que amas siendo besada por otra mujer.
Yo intentaba no demostrar mucho aprecio; lo suficiente para que Ishma no sospechara nada. Aún no estoy listo.
—Sabes que no estoy muy pendiente de ese aparato —me excusé. En parte era verdad, por lo que me salió una actuación fenomenal—. Tenía mucha tarea y demás, lo siento.
Conversamos un poco hasta que Ishma se percató de la alumna espectadora.
—¿No es hora de que te vayas? —dijo ella—. Se hace tarde.
Parecía dar la impresión de querer ser amable, pero se le notaba que le molestaba su presencia. Supongo que es porque no puede ser la mujer afable que deja ver cuando estamos solos.
—Profesora, estoy esperando al profesor Dazan para la clase de piano —sonrió ampliamente, y como siempre, esas palabras escondían un veneno ponzoñoso, dispuesto a irritar a su objetivo. Sabía muy bien cómo sacar de sus casillas a una persona, de manera sutil y sin oportunidad de replicar.
No pude evitar hacer una mueca. Si bien Ishma es una mujer con la gran virtud de la sagacidad, es imposible que sospeche algo. Después de todo, lo que nos sucede ocurrió de una manera imperceptible, por lo menos para mí.
Ishma suspiró amargada, no pudo evitar el escozor en su rostro.
—Entonces me retiro —se acercó a mí—. ¿Esta noche nos vemos en casa?
Me plantó un apasionado beso y esperó una afirmación, a centímetros de mis labios.
—Por supuesto.
Se lo devolví, un poco menos intenso.
Con una altiva caminata abandonó el salón de clases.
Al verla salir respiré con tranquilidad. No duró por demasiado tiempo, volteé la mirada y vi a la ira encarnada, de aproximadamente un metro cincuenta y cinco, cincuenta kilos y unos ojos que despedían furiosos destellos. Se puso delante mis narices y estirando la corbata azul de su uniforme, ensañada refregó mi boca.
—¡Que asco! —exclamó.
—¿Qué cosa? ¿Qué tengo? —pregunté intrigado, llevando mis dedos a mis labrios para tantear.
—¿Qué cosa? ¡La baba de esa arpía! —se alegó de golpe, haciendo un verdadero drama—. ¡Yo no pienso besarlo hasta que se enjuague con agua y… no sé, detergente!
Por un instante casi me desvanezco ahí mismo, al ver como la señora Margarita, erguida cual soldado de infantería, nos miraba con la expresión más impasible del mundo. Pronto, mis ojos se fueron a sus enormes auriculares sobre sus orejas. ¡Qué alivio! De solo pensar en la catástrofe que sonaría por toda la escuela… Ni siquiera quiero pensar en eso. Sin embargo, me sentía diferente, excitado.
Haciéndole una seña para que se quite los auriculares, la saludé para posteriormente dirigirme con Lamya a nuestra área de práctica.
Abrí la puerta doble con ayuda de la llave que el director me dejó a cargo. La cerré y, en la inmensa penumbra, el impulso fue más fuerte que yo, desatando un aluvión de amorosos besos.
—Dazan —balbuceó en una queja, ahogada en mis cientos de besos.
Desistió, no le terminó de importar lo que había hecho con Ishma hace un instante. Se entregó al calor de mis labios, al roce de mis manos alrededor de su piel.
Yo había dejado de pensar. Hice bien en cerrar con llave, porque sin notarlo, bajé a su fino cuello. Olía como el primer día de primavera, pleno auge de flores, como una tienda de dulces, como un puesto de garrapiñadas. ¿Me estaba imaginando cosas? Puede ser, pero aquél calor de la adrenalina se desplazó hacia abajo. ¡Está mal! ¡Esto definitivamente estaba mal! Una lucha interna se desataba en mi cabeza, en forma de relámpagos tormentosos. Y en un movimiento traicionero, puse mi mano en su pierna, cerca de su rodilla bajo su pollera. Tan suave, blandito y peligroso. Me quedé quieto, contemplándola, sabía que no podía continuar sin su consentimiento, aunque deseaba con todo mi ser proseguir más arriba.
—No, ahí no… —se apenó tiernamente, nerviosa, pudorosa.
Retiré mis manos enseguida, no quería incomodarla ni que se sintiera presionada.
—Perdóname —dije sincero—, lo hice sin pensar.
—No, es que —titubeó— aun…
Se quedó sin habla, pero su ademán no era de alguien enojada.
—Mejor continuemos desde donde nos quedamos la última vez —me referí al piano.
Caminando hasta arriba del escenario, sentí como la sangre me bombeaba la sien, era como si ya no respirara de manera automática.
Con gran calor en mi cuerpo traté de concentrarme en enseñar. Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de un “descanso”. Muy cerca uno del otro, demasiado cerca, Lamya se arrimaba a mi costado derecho y la práctica se interrumpió.
—Perdió algo de peso —comentó. Su voz dejaba entender que su mente estaba en otra cosa—. Debe de ser duro —reclinó la cabeza en mi hombro.
—Sí, aunque este último tiempo es como si tuviera energía de sobra. Gracias por notarlo —sonreí—. Por lo visto está dando sus frutos.