La casa de Ishma siempre me pareció de otro mundo, con su capa de nieve blanca en las paredes, sus ventanas modernas y su césped al cual se nota que no pasan por alto.
Desde fuera solo se podía ver un brillo llameante desde una de las ventanas.
Ella salió a recibirme; a un hombre aseado de pies a cabeza, como quién intenta lavar la culpa por el desagüe, con agua, jabón y un rastrillo de gruesas cerdas.
—Apúrate, se enfría la cena —me tomó de las manos y me introdujo a su hogar.
Sus padres no se encontraban. No me lo dijo, tampoco pregunté, lo deduje por el flamear de las velas encima de la mesa principal. ¿De comer? Salmón con ensalada de zanahorias y huevo. ¿Para calentar el paladar? Un vino carísimo, el cual sería mi primera vez en disgustar.
En el viaje en coche traté de mentalizarme para cortar con esta relación. Convencido, bajé de un portazo, sin embargo, me dejé llevar bajo mi silencio inmutable. Otra maldita vez me sentí débil.
—Ya no puedo esperar —comentó Ishma, sirviendo el vino blanco de etiqueta dorada—. Falta tanto y tan poco que me come la cabeza la ansiedad. Esta conversación era de esperar, pero de todas formas odiaba tenerla ensayada y olvidarme las líneas antes de la actuación.
Su mirada siempre ponía de los nervios a uno. Su sonrisa picarona la acompañaba a todos lados, y ni hablar de su mirada felina, cazadora, lista para descubrir tus puntos débiles y devorarte en segundos. Quién diría que a pesar de su lenguaje y sus ademanes sería una persona de los más amable y divertida cuando se asentaba de confianza.
—Sí —asentí titubeando, pasándome la mano por la parte de atrás del cuello—, se hace eterno…
No sabía que decirle. Mi voz me traicionaba. A veces sonaba con entusiasmo forzoso y otras desganado, casi como si se me acabaran las ganas de llevarle el apunte y comenzar a tomarle el pelo. Y lo peor de todo, es que me imaginaba en una velada con mi alumna, con el cabello del mismo color de la etiqueta de vino, con sus ocurrencias de chica joven, con sus locuras que me provocaban carcajadas, con sus preguntas extrañas y sus mil maneras de fascinarme.
—Ah… —suspiré embobado, con la mirada en dirección a las estrellas y un puño sosteniendo mi mentón.
Ishma me miró con una ceja levantada.
—¿Me estás prestando atención? —le dio un largo trago a su copa.
—Lo juro. —Tomé el vino de mi copa y me serví otro. Lo necesitaría—. Solo que algo pasó fugazmente por mi cabeza y…
—Y, ¿puedo saber qué fue? —gesticuló una media sonrisa, intrigante, provocativa—. Ya que parece más interesante que lo que estoy contando…
Contempló sus uñas de un lado y del otro, luego me miró.
—No es eso —reí nervioso—. Solo pensaba en nosotros, en donde estaremos en el futuro.
El vino se deslizaba por mi garganta como el agua. Los primeros síntomas de perder la sobriedad estaban empezando a hacer efecto. La boca me patinaba y los reflejos —sumados al cansancio— me entorpecían las manos y los ojos.
—¿Cómo se llamaría el bebé? —pregunté con la cabeza en las nubes.
Me hubiera gustado decirle que no pensaba en el nuestro, y que esa pregunta no era para ella.
En cuanto terminó de entender mis palabras, un brillo vivaz se apoderó de sus pupilas. Largó un gemido de ternura y se mostró pensativa.
—Me tomaste por sorpresa, mi vida… Déjame revolver; tengo cientos de nombres lindos tanto para nene como para nena. —De pronto eligió los que más ilusión le hacían—: Krab si es niño y Khaan si es niña. ¿Dazan, a ti cuales te gustarían? —preguntó con aire benevolente. Sus manos sostenían su mandíbula, apoyada con los codos en la mesa.
Tenía las ideas en blanco. Sin mucho esfuerzo por mi parte, dije:
—Ymael, Akram, Margarita o Lamya…
La miré, me miró, sonreí incómodo. Ella me enterró los ojos.
—Es lindo nombre y exótico —agregué, ¿no te parece?
—Ese nombre me provoca jaqueca —se mostró exacerbada—. En fin —se acomodó el escote—, puede ser…
Eso, definitivamente, era un no.
Seguí bebiendo de a sorbos, nunca he disfrutado de la compañía del alcohol, nunca me ha tratado bien. Aunque debería tener más cuidado de dejar que mi lengua diera rienda suelta a sus metidas de pata.
En el estado en que estaba, Ishma logró manipularme como quiso. Insistía en que me quedara de todas las maneras posibles. Yo solo repetía que me quería ir, que debía hacer algo importante. Una mentira, pero una que no respetó en ningún momento. Sabía lo que ella pretendía. Estaba ebria. Yo estaba ebrio.
—Ven, Dazan, vayamos a mi cuarto —me invitaba jovialmente. Me tironeaba del brazo mientras se reía y sonreía de oreja a oreja. Sus pies se movían mareados, como si danzara alrededor de una hoguera en medio de la noche, por los pasillos oscuros me guio, me besó y me arrojó a la cama. Al instante, se tiró encima a devorarme el cuello.
Sonó mi celular. ¡Gracias!
—¡Aguarda, puede ser importante! —me senté en la cama.
Ishma me mordía la oreja con fuerza y me enterraba los dedos entre los rulos, pero yo estaban tan entumecido que lo dejaba pasar.
—¿Quién es a esta hora? —no me dejaba escuchar.
—Momento… ¿Hola? —pregunté —. ¿Hay alguien ahí?
Silencio. Ruidos extraños. Nadie emitía una palabra.
Apunto de cortar la llamada, escuché:
—Amigo, soy yo —una voz susurrante se me hizo familiar—. Estoy en la calle Balcoa al 5300, necesito tu ayuda, es urgente.
—¿Cómo?
—Después te explico, pero necesito que vengas ya mismo.
Su voz denotaba lo asustado que se encontraba.
Me despedí de Ishma agravando la desconocida situación y salí de la casa para subirme a mi auto. Ishma me siguió hasta este, esperando una explicación detallada. Cuando puse la llave y arranqué el motor, pude ver a través de la ventanilla su enojo, sus pies descalzos, con los brazos en taza y su ceño arrugado.
—¡Es la segunda vez que te vas sin decirme nada! —gritó Ishma.