Te enseñaré a oír si me enseñas a amar

Capítulo 20: Peligro en la calle Balcoa

Balcoa es una de las calles que han prevalecido intactas desde la llegada de la revolución industrial. Sus casas se caracterizan, en su mayoría, por tener un gigantesco espacio donde se trabajaban todo tipo de textiles. Eran una enorme fachada para mantener a los trabajadores ocultos del gobierno, o por lo menos, eso dicen. Es complicado creer que no lo sabían. Dicen las malas lenguas que los políticos estaban intrincados en el asunto. Las condiciones de trabajo eran paupérrimas, se los trataba casi como esclavos, y las personas, al no tener otra alternativa, se dejaban usar por los poderosos. Ahora apenas queda un alma joven habitando alguna de estas viviendas. En la mañana, si uno pasa con el auto, se puede ver como los ancianos se quedan en la vereda de sus casas sin hacer nada, tan útiles como espantapájaros en siembra muerta, esperando sin apuro ni miedo el final de sus días. El panorama llega a ser hasta doloroso.

Mi auto brincaba sin descanso por los adoquines viejos, que de no ser por las farolas que tiñen todo de un apagado color naranja, se verían las cicatrices de la superficie en tonos grises oscuros y claros, sus desniveles y sus profundos baches. Con el auto a paso de hombre, recorría Balcoa al 5000, cuando a lo lejos, divisé a una figura masculina que me hacía señas con la mano. Al acercarme, el hombre se cubrió el rostro con los brazos, la cónica luz de mi auto lo encandilaba.

—¡Apáguele, apáguela! —repetía una voz ronca. En su mano derecha, sus dedos sostenían un cigarro a medio terminar y, bajo su chaqueta de cuero, una pistola apretada contra la cintura de sus vaqueros.

Obedecí, estrujando con fuerza el volante y estacionando a un lado de la acera.

No lograba encontrar otros autos con la vista, o siquiera a más personas, solo al hombre de las señas, quién se acercaba cauteloso hasta mi ventanilla con el humo del tabaco que envolvía su aura, pitando y soltando, pitando y soltando. Dio un golpeteo en la ventanilla. A través de esta, me le quedé mirando, como quien no entiende nada. Y con otra seña de su cabeza, se apartó para que yo pudiera bajar.

—¿Tú eres el tal Dazan? —preguntó implícitamente—. Adentro.

Sin abrir la boca, fui hacia donde me indicó. Me seguía el paso muy de cerca.

A un costado de un callejón, una puerta metálica de color turquesa se encontraba lista para que ingresara. El lugar parecía ser una fábrica abandonada, como todas las de Balcoa. Puede ser que sea por la memoria de este lugar lo que mantiene alejada a las gentes corriente, o la más razonable, que estos edificios están siendo ocupados por quien sabe quiénes.

Al cruzar el umbral de la puerta no había nada más que un suelo vacío. El panorama era inquietante, desolador y profundamente frío. Al otro extremo del sitio, una escalera de hierro llegaba a una oficina con una ventana cuadrada, desde la cual salía una luz blanca y un zumbido que me recordaba a los focos de mala calidad colocados fuera de mi casa.

Mis pies retumbaban en el suelo y en los peldaños de la escalera; el eco de mis pasos me hacía creer que este era un final anticipado. Sin embargo, los murmullos del otro lado de la puerta de pintura carcomida me tranquilizaron. Miré hacia atrás y vi que el hombre ya no me seguía. Regresé la vista a la puerta con un vidrio traslúcido, que apenas me dejaba ver una masa oscura que pretendía ser una persona de pie.

Dudé en llamar a la puerta. ¿Qué se supone que se hace en estos momentos? O, mejor dicho, ¿¡qué me estoy imaginando!?

El picaporte estaba trabado. Lo forcé de arriba abajo, hasta que la masa oscura se acercó a la puerta y extendió su mano para cumplir con la tarea que yo no pude.

—Entra —dijo el hombre que me recibió. Su mirada era hostil, perversa, lo hacía con una desagradable expresión de prepotencia. Más que pedirlo, fue una orden.

—Con permiso —me adentré.

Debería dejar de comportarme como si fuera una reunión entre compañeros de trabajo.

—¿Es este? —el hombre miró a su derecha—. ¿El que nos va a pagar el dinero?

A quien le estaba hablando no era otro que si no Hazard. Sentado en una silla, moreteado y magullado, con el parpado inflamado y la sangre que revestía sus labios. A su lado, su verdugo.

Mis ojos no podían creer lo que veían, casi que salen disparados de sus cuencas. Mi respiración se agitaba, tenía que pensar con claridad y no dejarme ver amedrentado o nervioso. Despegué mis labios para hablar, pero me salió un hilo de voz casi inaudible.

El ventilador giraba en mi cabeza, chirriando y tambaleándose. En un escritorio de metal, de donde pertenecía la silla de oficina, yacía un fusil de asalto, carpetas y marcadores, un paquete de cigarros y encima del monitor de la computadora, un almanaque lucía a una hermosa joven sin camiseta y sus días del mes se tachaban con una equis roja…

Mirar a mi alrededor me hizo pensar y calmarme, en prepararme.

—¿De cuánto dinero estamos hablando? —me aventuré temeroso. Sabía que no sería poco, porque la situación ameritaba una suma de dinero irregular para una persona ordinaria. Nadie golpea tanto a un hombre por poco dinero, por lo menos terminaría el trabajo. Ellos lo necesitaban con vida.

El hombre junto a Hazard sonrió burlón.

La cifra que me dieron equivalía a dos años de trabajo en la escuela. Dinero el cual no poseía, claro, pero me dio cierto alivio saber que aún había una posibilidad de saldar esta “deuda” o lo que fuera que me ha transferido mi buen amigo de Hazard. Él, todo golpeado y moribundo, no podía darme algún tipo información para ponerme a corriente. Yo no iba a indagar entre estos dos matones, y supongo que ellos no iban a responder mis inquietudes.

—Un mes —dije en seco.

—Una semana —me replicó el hombre que llevaba la batuta.

Sin objeciones.

—Lo pagaré en una semana. —Señale a Hazard con mi dedo índice—. ¿Puedo llevármelo? Me imagino que él sabrá donde dejar el dinero, y que ustedes no me darán una tarjeta con la dirección y sus nombres.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.