El primer encuentro a solas con Ishma se basó en reproches. Con la sala de profesores a nuestra disposición, sus palabras y comportamientos no tuvieron cuidado.
—Si no estoy errada, anoche prometiste que regresarías —me dirigió la palabra, furiosa, malhumorada—, no me tomes como a una idiota —me apuntó con su dedo.
Entre el cansancio y las quejas mi cerebro estaba a punto de implosionar. ¿Acaso no lo veía en mis ojos? Las ganas inaguantables de tirarme al suelo y dormir, relajar mis parpados y entregarme al quinto sueño para resurgir la semana próxima, y el sol se portaba de maravilla. Ni muy caluroso ni muy soleado. El perfecto acompañamiento para dormir bajo un árbol.
—Hazard se cayó de las escaleras —me excusé—, el pobre casi se mata. La médica que lo atendió me dijo que fue un hombre afortunado, dentro de lo que cabe. Pasé toda la noche cuidándolo… Pensé que se me notaba en la cara.
—Ay, no lo sabía —se mostró compungida—. Espero que se mejore, pero podrías habérmelo dicho antes.
—Entonces, ¿eso quiere decir que me perdonas?
—Por supuesto —me besó—. Mírate cómo estás, mi corazón.
En un momento así, cualquier palabra amable era bien recibida. Me acariciaba el cabello compasivamente.
Horas más tarde en la escuela, en mi última clase del día más precisamente, no lograba concentrarme en mis alumnos. Y sin darme cuenta, de repente, alguien me tocó el hombro. No reaccioné de inmediato. Me encontraba en un estado entre el sueño y la realidad, en la línea al borde del colapso.
—¿Profe? —una suave voz me dijo al oído—. La hora, su clase ya terminó.
Me había quedado dormido sobre el escritorio. Tenía el brazo dormido, lleno de baba.
—¿Cuánto tiempo? —pregunté sin fijarme quién era.
—Mmm… unos cuarenta y tres minutos para ser exacta —respondió.
Gruñí fastidioso, escondiendo el rostro de nuevo entre mis antebrazos.
—Es hora de levantarse, dormilón.
El calor de sus labios tocó mi frente, en el mismo lugar en el que me golpeaba la fatiga. Abrí uno de mis ojos y la vi, hermosa, delicada como una flor, de otro mundo.
—¿Qué te parece si dejamos la lección de hoy para mañana? —propuso Lamya, jugueteando con mis rulos, con la vista en la puerta por si se asomaba un intruso.
Me dolía negarme, porque una parte de mi estaba encantando con la idea.
—Voy a tener que rechazar la oferta —recogí mis cosas—. Estoy demasiado cansado, anoche no pegué ojo.
Lamya dejó caer sus hombros.
—Perdóname —seguí—, en verdad lo siento. Un muy buen amigo tuvo un accidente.
Bostecé.
—Pero ya le dije a mi chofer que no parara a por mí —insistió refunfuñando.
—Puedo llevarte a tu casa si quieres.
—No, me iré sola.
En el estacionamiento no pude siquiera encender el auto.
El pasado me atropellaba sin previo aviso. Memorias de una niñez desafortunada. El recuerdo más antiguo que tengo, uno de los que mayor tristeza me causan rememorar. Yo tenía apenas siete años, cuando presencié a la basura de mi padre desmayar a mi madre de una bofetada, insultando su inerte cuerpo como si la pobre mujer pudiera escuchar la cantidad de barbaridades que le vociferaba sin sentido alguno. A decir verdad, si la insultaba por un motivo, uno que solo él creía que era correcto, digno de despilfarrar las sandeces que emanaba. Estaba empecinado en hacerme tocar el piano de casa durante seis horas seguidas. Mis dedos me dolían, los cayos me dolían. Mis lágrimas no eran sostenidas por el valor; resistían por el temor. Pero una madre ve esas cosas, un sentido extra para reconocer el sufrimiento en sus hijos.
—¡Ya déjalo, está exhausto! —mi madre me jaló del piano, poniéndome tras suya—. Él no quiere convertirse en un pianista como tú, ¡cuando lo vas a entender!
—¡No me hables así! —tronó mi padre—. ¡Es un niño, no sabe una mierda! ¡Y para cuando sepa lo que quiere será demasiado tarde! —espetó, poniéndose de pie.
—Tiene derecho a decidir, es un ser humano.
—Uno que tendrá un futuro importante… Gracias a mí.
—¡Basta! —gritó mi madre—. ¡No puedo continuar así, con un animal!
En ese momento fue en que mi madre cayó al suelo. Y yo, espectador, vi lo que mi madre veía en su esposo, a un verdadero monstruo.
—Dazan —dijo—, tú serás un pianista reconocido en cada rincón del planeta, ¿entendiste?
Sus ojos eran apacibles, como si luego de golpearla todo el enojo se hubiera ido, como un demonio disfrazado con la piel de un humano, controlando sus emociones, sin sentir arrepentimiento alguno.
—¡No lo repetiré! —alzó la voz ante mi silencio.
Lo miraba desde abajo, donde la mirada de un niño no tiene peso ni importancia allá arriba.
—Sí —asentí con la cabeza.
—Ahora, siéntate, aún no hemos terminado.
Me senté a su lado en el banco del piano. Tocaba con el cuerpo de mi madre inconsciente detrás de nosotros. En cada sollozo recibía un golpe en la nuca de su palma. Intentaba no pensar, solo tocar las teclas del piano, pero se me hacía imposible prestar atención a la música. La tristeza me comía por dentro, como un parásito que se incubaba día tras día en mi cerebro. Terminé por creer que, si aceptaba todo lo que quería mi padre, no la lastimaría más, que lo único que tenía que sacrificar era mi niñez, mis manos…
—¡Tú serás un gran pianista! —me aseguró—. No necesitamos que tu madre se ponga en nuestro camino. Te convertirás en un pianista mejor de lo que yo fui, porque te enseñaré todo lo que sé y tú sumaras tu propio talento.
Lo observaba hablar.
—Sí.
Siempre respondía lo mismo.
—Tu madre no entiende que nos sacarás de la miseria en la que vivimos.
—Sí.
Y nada más.
El celular me vibraba dentro de la guantera. Lo dejé ahí dentro para no distraerme al manejar. Abrí y lo saqué para revisarlo. Un número desconocido me había mandado una imagen. Al darme cuenta de lo que era sudé frío. Me quedé boquiabierto, temblando. Tenían a Lamya atada en una columna, con una venda cubriendo sus ojos. Parecía un depósito viejo y sucio a primera vista.