Te enseñaré a oír si me enseñas a amar

Capítulo 22: El viejo y el auto

—Es la hora —anunció Hazard—. Vamos, entregamos el auto, regresamos y se acabó.

Sonaba sencillo. Un viejo coleccionista con el que ya habíamos acordado los términos de la compra; entrar y salir.

Una tarde antes limpiamos el auto a fondo. Pulimos y enceramos cada parte. Le cambiamos el tapizado y dejamos nada más que los papeles en su interior.

Nos metimos en un barrio lejano y desconocido, donde las polvorientas calles de tierra se alzaban con el calor de la tarde. Un clima áspero y un panorama rural se cernía por todo lo largo del camino hasta la casa del viejo. Las vallas de alambre y palos nos separaban del pasto seco de un color verde amarillento, y de las vacas y las ovejas. Era como si un bioma diferente al que debería haber se hubiera colado sin que nadie se diera cuenta.

Hazard se veía serio.

—¿Tienes miedo? —me preguntó.

Él se encontraba acodado en la ventanilla, fumando un cigarrillo rubio y mirando mi rigidez.

—Tengo miedo de no conseguir el dinero —le aclaré—, no por otra cosa. Sacando de lado a mi alumna… solo espero que no la estén torturando.

—Sí, yo igual.

Este viaje me recordaba al pasado. Era extraño, porque nunca había estado en un sitio así, pero esta “naturaleza” me ponía a pensar en la lejanía del tiempo y de como avanzó todo con una avasallante rapidez, que no nos dimos cuenta de cómo estamos ahora, del cambio imperceptible pero total de nuestra forma de vivir.

Una tranquera distanciaba unos cuatrocientos metros la casa del viejo. Hazard se bajó del auto y abrió la puerta para luego regresar e indicarme que siga el camino de tierra entre el pasto.

Si bien el ambiente era un poco triste, los naranjos se erguían a los costados e impregnaban el aire con su dulce olor y, mientras uno se acercaba a la enorme casa de dos plantas iba tomando nota de lo antigua que era la madera con la que se había construido esta casa de campo. No estaba para nada mal, para quedarse un a descansar un fin de semana, claro.

—¡Viejo Gaolhan! —gritó Hazard, sacando la cabeza por la ventanilla y poniendo su mano como amplificador. Luego me dijo—: Este viejo ermitaño quizá esté durmiendo.

—Llámalo al teléfono —dije.

Pero sin mayor preámbulo, el viejo Gaolhan salió de su casa, vistiendo una camisa que develaba su pecho peludo de bellos grises, un sombrero pardo y un cinturón en su pantalón con una hebilla metálica con el dibujo de un búfalo.

Con una seña nos indicó que le dejáramos el auto a la vuelta de la casa. Al rodearlo nos encontramos con un granero inmenso de paredes exteriores coloradas y desgastadas por el pasar del tiempo.

—Dejémoslo aquí —dijo Hazard, bajando del auto y dirigiéndose a la puerta trasera de la casa.

Cuando entré, ambos estaban sentados, pero en sitios diferentes. Mientras Hazard ocupaba una silla en la mesa de lo que era la cocina, el viejo Gaolhan ocupaba una banqueta detrás de su barra de vinos, licores entre otras bebidas alcohólicas. Parecían estar esperándome para comenzar una conversación.

Me senté junto a Hazard, pasando por enfrente de los dos saludando cordial y escuetamente con un “hola”.

—¿Y bien? —no perdí tiempo—. El vehículo está aquí.

El viejo miró a Hazard.

—¿Dónde está el dinero? —proseguí, tratando de apresurar el trámite.

El viejo sacó un maletín desde debajo de la barra, largando una carcajada oxidada como un auto ahogado. Su lenta risa era desagradable.

—Enseguida regreso —dijo por primera vez dueño de la casa.

Salió por la puerta de atrás y por lo que alcancé a ver en dirección al auto.

—Se fue a ver el auto, descuida —dijo Hazard—, aprovechemos para contar el dinero.

Y así desplegamos el contenido del maletín sobre la mesa, y nos dispusimos a revisar que esté todo lo acordado.

—¡Falta dinero! —aseguré, luego de contar y recontar unas tres veces.

Gaolhan regresó.

—Pueden salir de mi propiedad.

Tomó una copa y se sirvió un whisky dorado como la miel.

—Aquí falta dinero —Hazard se puso de pie—. El auto está, el dinero no.

—Es lo que tengo, tómenlo y lárguense —el contenido del vaso desapareció.

—Gaolhan, esto no era lo que acordamos.

La ira de Hazard desapareció cuando el viejo Gaolhan sacó una escopeta de dos cañones desde debajo de la barra.

Intenté recoger el maletón con el dinero, pero la voz del viejo me detuvo:

—No, no, no. Mejor eso se queda aquí.

Mientras nos íbamos, la risa se apoderó de nuestras almas, resonaba victoriosa en el silencio del campo.

Sin auto y sin dinero era el peor panorama posible. Pero una mirada bastó para ponernos de acuerdo. Cerramos la tranquera, y con un camino interminable a pie ante nuestros ojos, nos escondimos entre los arbustos.

¿Qué esperábamos? El anochecer. En un momento como este no podía ponerme a contemplar otras opciones, por ella. Era ahora o quien sabe qué podría pasar. Y este viejo tramposo no iba a ponerme contra la espada y la pared.

El sol se escondía detrás del campo que parecía ser parte del horizonte. Nosotros, con la gota de sudor deslizándose por nuestras frentes, bajo el asedio de los mosquitos y jejenes, nos desplazamos raptando cual víboras en el basto desierto.

—Todo ese ejercicio que haces valió la pena —comentó Hazard en voz bajo—. Estoy demasiado cansado y mírate tú, estás menos agotado que yo.

Lo chisté.

—Está bien, está bien —susurró.

Nos pegamos a la pared para ver por la ventana. No podíamos ver nada entre la oscuridad y las cortinas.

—¿Y si mejor nos llevamos el auto? Quizá aún lo tenga detrás, donde lo dejamos —propuse—. La puerta debe estar con llave o algo…

Hazard empujó la puerta haciéndome ver que me equivocaba.

—La que debe estar con llave es la del granero. Es un coleccionista de autos, y a esta hora, dudo que cerrara la puerta de la casa en un lugar como este.

—Tienes razón, eres muy perspicaz cuando te lo propones —loé—, pero donde podría poner las llaves; esta casa es enorme. ¿No es demasiado peligroso? —La oscuridad de la sala que llevaba al resto de la casa me hizo entrar en pánico. Sus cuadros con fotos de personas posiblemente fallecidas, en blanco y negro, los tablones rechinantes en el suelo y el sonido de los insectos entrando por la puerta que aún seguía abierta a nuestras espaldas… —. ¡Tiene una escopeta! —me sobresalté—. Nos va a matar.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.