inalmente, el dinero conseguido de la noche anterior fue el justo y el necesario, debido a que, en tan poco tiempo, era imposible venderlo sin regalarlo. Pero no todo es malo, el dinero que conseguimos de una manera tan sucia como lo perdimos, complementó el dinero obtenido por el auto.
Esa mañana no fui a la escuela, por supuesto, no podía darme el lujo de hacer como si nada estuviera mal. Llamé y avisé que no podría asistir. No di detalles. Si el director Mustafá desea echarme por esto, que lo haga.
El intercambio sería a altas horas de la noche. Un lugar, que según Hazard, cambiaría varias veces por precaución. El celular de Hazard no paraba de sonar cada una hora con una dirección diferentes, entre ellas la calle Balcoa y el bloque donde vivía la sicaria, Karima.
El trascurso de las horas las pasé en mi cama, pensando, imaginado, torturándome con penas. Daría la impresión que, en los momentos difíciles, solo sé hacer eso, pero, ¿qué más puedo hacer? Prepararme mentalmente para no quebrarme. Ser positivo… Como cuesta serlo.
Llamaron a la puerta de mi habitación.
—¿Hazard? —pregunté.
—Sí, soy yo —contestó—. ¿Puedo pasar?
—Mi cuarto es tu cuarto.
—Gracias, amigo —se adentró con un ademán retraído.
—¿Estás bien? —pregunté. La vibra de ambos chocó al estar cerca uno del otro.
El aire era tenso, de palpable preocupación.
—Siento mucho lo que te estoy haciendo pasar.
Su mirada se encontraba con el suelo y conmigo repetidas veces. Nunca lo había visto actuar de esa manera. Estaba seriamente arrepentido.
Un repentino y punzante dolor me asaltó la mano, que digo la mano, el brazo entero, como si un centenar de hormigas coloradas tuvieran una animada fiesta de bajo de mi piel. Maldecí sujetándome la muñeca.
—¿Qué fue eso? —inquirió Hazard con sorpresiva preocupación paternal—. ¿Te ha pasado esto antes?
—Sí, pero no tan fuerte —revolví las memorias en mi cabeza—. Mayormente al tocar el piano en la escuela, junto a…
—¿junto a…?
—No, nadie.
—¿Por qué mejor no visitas a un médico? Puedo pagarte un taxi, si quieres.
—No es necesario, habrá sido un golpe que no recuerdo —minimicé el asunto—. Además, ¿de dónde sacaré el dinero? Y no pienso gastar por una consulta para que me diga que no es nada grave.
—Puedo pagar yo.
—¿Y tú de donde sacas el dinero? —pregunté trivialmente.
Sin embargo, esa pregunta me hizo céntrame en lo que quería saber.
—Hazard —añadí—. ¿En qué andas metido? ¿Por qué debes tanto dinero a esos criminales? ¿De dónde lo sacas?
El torrente de preguntas podía seguir, pero lo dejé hablar, parecía listo para hacerlo.
Algo nervioso apoyó la espalda en la pared, a un lado de la cabecera de la cama donde me encontraba acostado. Me miró desde arriba y cuando cruzamos miradas, ambos la retiramos.
—Hace calor aquí, ¿eh? —comentó. Parecía tratar de hacer la charla más amena—. Creo que mereces una disculpa de mi parte —siguió—, y una explicación. Te he metido en toda esta mierda mía.
—Hay pocas cosas que no te perdonaría —me sinceré—, y esta sería una de esas, de no ser porque el objetivo de este secuestro… fue mera casualidad. Aun así, tengo que pedirte una cosa.
—Dime.
—Sé que andas en algo ilegal, es obvio. He aguantado hasta ahora porque eres más que un amigo, eres como un hermano para mí, lo sabes. Pero tengo que pedirte que luego de que solucionemos este “percance” no volverás a meterte con estas personas, ni nada que haga ponerte en peligro. —Hazard se quedó en silencio, con un aire solemne en la mirada—. ¿Lo prometes?
—Lo prometo —repitió—. Y gracias, de verdad, Dazan.
Me llovían los mensajes y llamadas de Ishma. No respondí a ninguno; los ánimos no me sobraban para ello. No tenía la paciencia para aguantar más quejas, más gritos, ni nada que no tenga que ver con Lamya. De solo pensar en su nombre me hace extrañar su voz y su alegría junto a mí, sentados frente al piano de la escuela. El tiempo, al contrario del resto del año transcurrido, parecía pasar cada vez más lento. Quizá fuera su ausencia que provocaba aquella extraña sensación de ralentización.
En cambio, en el celular de Hazard, caían mensajes de direcciones diferentes, hasta que final mente, llegadas las once en punto, el celular comenzó a sonar. Era una llamada de un número diferente al de los mensajes. Hazard atendió y aguardó en silencio.
—Subterráneo línea N, el acceso más cercano al Parque de las Glorias —informó una voz distorsionada—. Si no estás en treinta minutos, nos habremos ido y no volverás a ver a…
Hazard cortó.
—Andando, no llegaremos a tiempo a menos que salgamos ahora —dijo Hazard, con una seriedad notoria en su semblante.
Tomó un bolso con el dinero listo.
—¿Cómo iremos? —pregunté—. Recuerda que no tenemos auto.
—Si tomamos un autobús podremos llegar. Cerca de aquí pasa el 291 que lleva al Parque de las Glorias, y desde ahí caminando no serán más de trecientos metros. Si no me equivoco la línea N está en desuso, por eso es que nos citaron en ese lugar, donde prácticamente no hay ni un vagabundo viviendo dentro. Recuerdo haberlo visto cerrado con rejas.
El Parque de las Glorias hace alusión a una batalla de Imiterazzor. Una antigua leyenda dice que derrotó a cuatro gigantes por el honor luego de que insultaran sus logros. Y con cada uno de sus cuatro brazos mató a sus rivales de un solo golpe. Por ello, una imponente estatua fue construida desde los comienzos del país en el centro del parque. A sus pies descansan algunos de los restos de sus enemigos, y a los nuestros, las escaleras que llevan a una entrada plagada de malas hierbas, a Lamya y a sus inmundos captores.
—¿Es una locura? —comenté.
—¿Qué cosa? —quiso saber Hazard.
—Qué las personas estén pasando a menos de treinta metros de aquí. Y aquí mismo, abajo, haya tipos con armas, con una persona maniatada, probablemente —reí. Se escuchaba hablar a una chica que trabajaba en un quiosco sobre lo que había comido antes de ir a trabajar.