—¡Ya estoy en casa! —anunciaron desde la vereda.
Hazard, luego de aquel fatídico día, pudo encontrar un digno empleo, lejos del mundo criminal: empleado en una gasolinera. No le agradaba desde un inicio, pero trata de ponerle buena cara al único hombre que, según él, no le importó que fuera un ex convicto. Gracias a este mes de trabajo me ha podido ayudar a pagar los servicios básicos de la casa.
—¡Sorpresa, sorpresa! —Prosiguió. Yo me quedé sin palabras—. No me digas que no te gusta.
Me dejó boquiabierto, con los ojos de par en par, como dos grandes lunas.
Cubierto por una bolsa transparente, Hazard sostenía un traje negro para el casamiento. Pero eso no era toda la sorpresa, aún había más. Retirando su mano desde la espalda me enseñó una caja de regalos con un listón resplandeciente coronándola. Me pidió que lo abriera cuanto antes. Dentro se encontraban dos anillos dorados como el oro, recostados como dos bebés en una suave y cómoda cuna.
—Y-yo —tartamudeé—, no sé qué decir.
No lo decía especialmente por el asombro, el cual apreciaba mucho, era por la finalidad de los regalos. El traje era un ataúd y los anillos los clavos.
—Unas gracias no estaría nada mal —dijo.
—Te lo agradezco, amigo.
Atiné a darle un fuerte abrazo. Seguía descolocado, fuera de mí.
—Iré a comprar la cena. Nada de comida chatarra. Sé que has estado rompiendo la dieta. Lo entiendo, es la preocupación, pero deberías tener fe en que todo irá bien.
—Ya pasó un mes —reparé.
—Tranquilo —apoyó su mano en mi hombro—. Enseguida regreso.
Dejó las cosas dentro de mi habitación y se regresó a la puerta de salida.
—Espera, Hazard —lo detuve—. ¿Hay algo que no podrías perdonarme?
Se mostró pensativo.
—Supongo que muy pocas, o casi ninguna, ¿lo dices por algo en particular?
—No, no.
—Ah, ¿y qué tal esa chica? La secuestrada, ¿sabes algo sobre ella, o apenas se hablan?
—¿Q-qué? No para nada, es como dices, apenas nos hablamos en la escuela —mentí como pude.
—Ya veo… Bueno, no me tardo.
Al poco tiempo que me quedé solo en casa, escuché el rumor de un golpeteó lejano. Distraído como estaba, volando en mis pensamientos, apenas pude notarlo y regresar a la realidad. ¿Hazard se abra olvidado las llaves?, me dije. Perezosamente me levanté del sillón y, con toda la paz del mundo, salí al pasillo para oír con claridad los golpes. Balbuceé que ya iba, pero insistían en llamar con golpes a la puerta.
—¡Que ya voy! —grité.
Los golpes pararon.
Sin pensarlo abrí del tirón, para encontrarme con mis sueños materializados. ¿Es un sueño? No.
—Volví… —sonrió Lamya.
La estrujé levantándole los pies del suelo de un abrazo y, como si fuera un niño pequeño, la elevé hacia el cielo resplandeciente.
Ruborizada me pidió amablemente que la bajara. Tras una disculpa, ella me abrazó, hundiéndose en mis brazos.
Estando dentro, tuve que preguntar:
—¿Te hicieron algo esos desgraciados?
Estaba preocupado y feliz al mismo tiempo, con miedo. Le serví un vaso de agua y también otro para mí, parecía que lo necesitaba más que Lamya.
—¿Cómo?
—Tus secuestradores —repuse.
—¿¡Sabías la verdad sobre mi ausencia? —se levantó de sopetón—. ¿Cómo…? No, no entiendo nada.
—Creo que ahora estamos iguales —secundé.
—Entonces debería decir, ¿me soltaron? Aunque estoy confundida, no sé qué tienes que…
¿Lamya no sabía por qué la secuestraron? Ni quién pagó su rescate ni nada por el estilo, pensaba para mis adentros. Pero por más vueltas que le diéramos al asunto, se suponía que estaba resuelto. Y eso, por lo menos para mí, era lo primordial.
No pude contenerme y, sin miedo ni previo aviso, dije:
—Te extrañé tanto. —Sus ojos verdes se iluminaron, cada uno con brillo propio—. Te amo…
Quedó atónita. Imagino que no esperaba que dijera esa palabra, ya que nunca la había utilizado, pero por primera vez lo sentí. Esta abrupta separación, que la hayan arrebatado de mi vida me hizo darme cuenta lo mucho que la amo. Necesitaba decírselo, hacérselo saber, entender que es lo que guardaba, que era lo más real y sincero que me había pasado en tanto tiempo.
—Te amo —repetí.
Que sus labios y los míos nunca se separen.
—Yo también te amo —dijo Lamya, con un pudoroso hilo de voz.
Acaricié su mechón de pelo que le pasaba detrás de la oreja, y la miré directo a los ojos. Ella también lo hacía, era como si estuviera hurgando en mi interior, a través de un cristal a un lugar profundo e inefable. Una habilidad que parecía única, real. Sus ojos eran como exploradores sin retorno, aptos para adentrarse sin vuelta atrás. Y como si hubiera hallado algo, Lamya preguntó:
—¿Qué sientes al ver mi alma?
Era exactamente lo que creía que estaba pasando, mirábamos dentro del otro.
—Amor —respondí, sin temor a equivocarme.
—¿De qué tipo?
—Uno al que no le importe nada más que estar contigo.
—¿Pase lo que pase? —se aseguró.
—Pase lo que pase —aseguré.
Antes de que Hazard regresara la acompañé hasta su casa en transporte público. Le había arrebatado todas sus pertenecías, incluida las extensiones de las tarjetas de crédito, el dinero en efectivo y su documento.
Dejé una nota sobre la mesa y nos pusimos en camino.
Lamya me pidió que por favor dejáramos este asunto del secuestro por terminado. Nadie debía saberlo, pero a mí en particular, no podía creer que no quisiera hacer una denuncia ni nada parecido. Lo tomó con una perturbadora normalidad. Y esas formas de actuar, no son propias de una adolescente cualquiera, por lo menos no que yo sepa. La gente no sabe cómo manejar los miedos, se asusta. Lamya, no tuvo el más mínimo rastro ello.
Moría de ganas de indagar, de descubrir que escondía su inmutable temperamento, su frialdad, su temple, la tranquilidad que me faltaba. Pero, lo dejé así, como estaba.