Estaba decidido. Todo lo estaba. Claro, si las cosas fueran sencillas, pero la vida me ha enseñado que nada lo es, ni lo será nunca. Tampoco lo digo como si fuera una especie de mártir; el que más sufre ni mucho más ni mucho menos. Simplemente me gustaría que algo me saliera bien, aunque sea solo una vez.
Estaba asustado. ¿Cómo no estarlo? Iba a rechazar un casamiento, una familia y un futuro que a más de uno estaría anheloso de poseer, un sueño podría decirse. Y todo esto provocado por mis fragilidades, por un pasado que me tuvo prisionero y, probablemente, aún lo haga, porque esto no nació de mí, tuvo apoyo, y esa era la única razón por la que me encontraba de camino a hablar con Ishma Sperhful.
Me abrí paso por los pasillos del instituto Valham Firhmos luego de dar mi clase final de aquel día y la busqué sin descanso, maniático por el edificio. Por un salón, por el otro, en la sala de profesores, en el patio mientras los alumnos se despedían formando una ordenada fila del joven más pequeño al más alto. No la encontraba en ningún sitio.
—Discúlpeme —me acerqué a uno de los profesores—. ¿Sabe dónde se encuentra la profesora, Ishma?
—Creo haberla visto en el despacho del director.
La esperé junto a la escalera, atento con la vista fijada en la puerta.
No se oían voces. A lo mejor no estaba en ese lugar.
Las ansias me revolvían la cabeza. Quería decírselo. Había tomado mucho valor para este momento, solo necesitaba soltarlo todo… negarme al fin. ¡¿Dónde estás?!
Tomé mi celular y la llamé. Sonó y sonó hasta que luego de unos cuantos intentos, atendió.
—¿Dazan? —dijo ella con sorpresa—. Que extraño, tú nunca llamas. ¿Qué ocurre? Ahora estoy algo ocupada, mi madre se ha caído de las escaleras, nada grave, solo dos escalones. Estoy en el hospital, cuidándola, me fui antes, lo siento. —Me quedé sin habla—. ¿Dazan? —preguntó.
—Sí, sí, aquí estoy —dije finalmente—. Lo siento, es que no sabía… Lo siento, no debí llamar. Hablamos luego.
Colgué la llamada.
No podía creer que fuera tan difícil, ni siquiera luego de convencerme de que las cosas eran de una forma y tenía que cambiarlas, costara lo que costara. Ya no importaba, tenía que separarme de Ishma hoy mismo, aunque su madre estuviera en el hospital y no fuera el mejor momento para eso, tenía que separarme cuanto antes. La boda estaba a la vuelta de la esquina, y lo que Lamya podía aguantar —dijera lo que dijera— creo que también. Le dije que arreglaría todo hoy, y eso debo hacer.
Más tarde, después de una larga y dura charla con Ishma, en la cual no parecía con muchos ánimos de verme, logré que me diera un lugar donde vernos. Convenció a su padre para que fuera al hospital a cuidar de su esposa para dejarnos solos en su casa. Uso la palabra “convenció” porque su padre, Omar es un hombre grande, que casi no se puede mover sin ayuda de un andador ortopédico de cuatro patas. Tuvimos que pedir un vehículo para que lo llevara sin muchas dificultades. Por algún motivo me sentía más culpable. Pedir estar solos fue una insistencia mía.
Esa noche el viento soplaba sobrio, acariciando las frondosas copas de los árboles. Era una noche despejada y azul, que invitaba a uno a caminar largamente por las calles, los cuales pocos vehículos interrumpían el sosiego. Era lindo notar como el clima apaciguaba mis nervios cada vez que inspiraba la suave y refrescante brisa.
Con un poco de suerte podría estar caminando de regreso a casa con un peso menos en mi espalda. Uno peso enorme.
Cuando llegué a la casa de Ishma sentí escalofríos, un nudo en el pecho y en la garganta. ¿En serio tengo que entrar ahí?, me dije. No quería volver a hacerlo, porque en ese lugar, pasaron cosas de las que no me siento orgulloso.
Presioné el timbre e Ishma salió, con una expresión impasible, inquietante. Entramos en profundo silencio y nos quedamos en la sala de estar, sentados en el sofá, uno al lado del otro.
—Dime —dijo Ishma—, dime lo que tengas que decirme.
La miré a los ojos por un segundo, fue la mirada más sórdida que nunca jamás había contemplado, sin embargo, en ese instante, no lo sabía. Fría como el hielo, daba la impresión que la sostenían con engranajes, con un esqueleto metálico, como un autómata imitando a un humano a la perfección.
Refregué mis manos sudorosas en mi pantalón y, pensando en lo que realmente quería y la razón del por qué lo hacía, dije:
—Ishma, sé que es muy repentino y que no falta mucho para la boda. —en cuanto dije eso su ceño se frunció—, y es por eso que no puedo dejar pasar más tiempo. No quiero que nos casemos y tampoco quiero que continuemos con esta relación. No voy a dejar de disculparme, porque en verdad lo siento así, ya que fue mi culpa por intentar, por aceptar, por proponer cosas que no quería. Seguir con esto sería terrible; yo no puedo ser el esposo que buscas, ni el padre de tus hijos. Discúlpame, pero no estoy preparado para eso.
—¿Y entonces para qué estás preparado? —cuestionó—. ¿Cuándo vas a darte cuenta? ¿¡Quién te crees que eres para cancelar la boda!? —alzó la voz—. No pienses que vas a dejarme como quieras, Dazan. Esta es la vida real, ¡¿escuchaste?! Ni se te ocurra pensar que puedes desechar a las personas de un día para otro.
—Lo lamento, sé que puede ser…
Un fuerte bofetón me volteó el rostro, interrumpiendo lo que estaba por decir.
—Te vas a casar conmigo tal y como dijiste, y no solo eso; me vas a dar un niño hermoso.
Me temblaban las piernas. Intuitivamente me alejé lo más que pude, la miraba horrorizado. Se había trasformado en una persona distinta, con los ojos rabiosos y la vena en el cuello bombeando sangre a punto de reventar, era como ver a un animal en el cuerpo de un ser humano. Expulsaba palabras como veneno y ordenaba como una reina tirana y vil.
—No, no —empecé a decir, más por incomodidad y temor que por coraje—. Basta, Ishma, ¿estás loca? ¿Cómo se te ocurre pegarme? No es el fin del mundo…