—Necesito tiempo —dijo ella.
Parecía burlarse irónicamente de mí, tras la máscara de su tristeza impasible… No nada de eso. Lamya no es de esa forma, lo decía en serio, plenamente en serio. Lamya me esperó, sufrió en silencio y me perdonó cada vez que pudo. Poco después, vino a mí, como siempre, con una mueca un poco más feliz, con un aire de añoranza, afable. Sus labios me lo indicaban, su mirar, sus palabras ya no eran frías, o, mejor dicho, no escalaban su garganta con agonía.
Pronto sus dedos regresaron a las blancas y negras teclas. Mi explicación hizo que todo tuviera sentido, aunque siempre me afirmó, que en el fondo ella, sabía que algo ocurría bajo aquellos juramentos; terribles y dolorosos proferidos por mí.
Por otra parte, el miedo estaba implantado en nuestras cabezas. Ishma, la mujer que me amenazó, no me dirigió palabra alguna, ni a mí ni a Lamya, más allá que un trato casual. ¿Y si ahora mismo está haciendo algo para ponerte en prisión?, Lamya me decía ese tipo de cosas cada cierto tiempo. Yo lo negaba, pero solía pensar en ello. Solo que no necesitaba reafirmarlo en voz alta, como tampoco ponerla mal. Me sentía con el deber de protegerla. ¿Sería la culpa por lo que la hacía pasar?
Sus largos dedos volaban como una profesional sobre el piano, me hacía pensar que, en un futuro, incluso, ¡podría ser mejor pianista que yo!
Eso me hizo recordar un tema que tenía olvidado casi por completo. Estábamos a pocos días de la presentación a fin de año, no recuerdo que día, pero teníamos todo preparado, listo para dar un buen espectáculo —eso pensábamos en aquel momento—.
—¿Y bien? —pregunté, como si creyera que podía leerme la mente.
—¿Y bien… qué? —inquirió, mirándome con una ceja levantada.
No respondí concretamente, me dejé llevar:
—Recuerdo verte sentada de esa misma manera, pero a diferencia de ahora tu cara estaba amedrentada por la idea de poner tus manos en las teclas. —Lamya sonrojó—. Era como si todo tu cuerpo gritara: “¡Sáquenme de este lugar!” —reí luego de tratar de imitarla.
—Por mi parte, no logro recordar cuando le perdí… ese tonto miedo.
—Cuéntame un poco más.
—Fue hace mucho, tanto que ya casi no lo recuerdo.
—¿No lo recuerdas o, mejor dicho, no lo quieres recordar?
—Puede que un poco de ambas.
Dejamos el tema por terminado.
Esa fue la última charla hasta el día de la presentación. Nos encontramos por primera vez en el día detrás de bastidores, sin embargo, nos dedicamos a tranquilizarnos el uno al otro. Ella me decía que todo estaría bien, y cuando ella se ponía nerviosa, apoyaba mi mano en su espalda desnuda y le decía lo mismo. Se había ataviado con un finísimo vestido verde esmeralda, unos aros que suspendían de sus lóbulos con imanes que los apretaban y un delineado artístico que recordaban a las escamas de un dragón de cuentos que centelleaban de un verde agua, algo solo de conocimiento interno y para conocedores de la música, debido que la melodía que Lamya iba a interpretar se titulaba “Los dragones también mudan de piel”.
El salón se encontraba abarrotado de público, y hasta ahora habían presenciado dos bailes y una carta dirigida a Imiterazzor; en breves la obra de teatro de Ishma acapararía toda la atención, además, probablemente, sería la mejor y más aplaudible presentación de la noche.
Las luces del escenario se apagaron con un característico sonido, el que ocurre al bajar de perilla de un cuadro de luz de grandes instalaciones. Luego, la enrome cortina roja ocultó el resto. Siguieron ruidos, murmullos, arrastres y golpes que inundaron los oídos de los presentes. Era impresionante como los trabajadores de utilería volaban y colocaban la escenografía, como si le estuvieran dando vida a un nuevo mundo, o, mejor dicho, reviviendo uno viejo.
Miramos desde uno de los laterales la obra, sus alumnos interpretaron el viaje en bardo del conocido Palades Palapar, con sus ropas de marineros y sus actitudes groseras y rufianes como se detallan en los libros. Y como era de predecir, los vítores aclamaron por tal magnífica obra. Ishma, que se encontraba del otro lado del escenario, salió para agradecer junto a sus alumnos.
Pronto llegaría nuestro turno, el que decidiría mi futuro en esta escuela.
Con la ayuda de varios hombres colocaron el piano en el centro del escenario, en una posición diagonal de cara al público. Con todo preparado, solo faltaba que Lamya se pusieran en su debido sitio.
—Lo harás bien, ensayaste mucho para este momento —me puse delante de Lamya, interviniendo su visión al piano—. Respira, con calma.
—Sí…
Su voz tremoló.
—Relaja los hombros. —Los tomé con ambas manos y la sacudí un poco—. Es como si estuviéramos solos.
No respondió, pero esbozó una hermosa sonrisa que inspiraba confianza, para terminar con una ligera risa. Asintió con la cabeza y se dirigió al piano con cierta seguridad.
Desde atrás, contemplé su caminata bajo la penumbra de los reflectores apagados, podía brillar incluso bajo las sombras.
Volteó hacia atrás y con una seña de manos le indiqué que bajaría para verla desde abajo.
—¡Damas y caballeros! —El director Mustafá dijo por el micrófono—. Hemos llegado a la última presentación de este hermoso cierre escolar, pero no por última menos importante. Nuestra queridísima alumna Lamya Hibri nos deleitará con lo que ha estado esforzándose, además de sus estudios, durante todo el año. Sin conocer nada del tema, sin haber tocado un instrumento en su vida, hoy interpretara —sacó un papel de la manga y leyó—: Los dragones también mudan de piel. Sin más preámbulo, espero que nos regocijemos en el fruto de su dedicación.
El telón rojo se abrió en cuanto el director pisó el primer peldaño de la escalera para salir de plano.
Los presentes aplaudieron al ver a la chica frente al piano, y tras unos segundos de un silencio lúgubre, por fin comenzó a tocar. En ese instante me di cuenta de que yo jamás hubiera podido tocar como lo estaba haciendo. Cerré mis ojos en un dilema; disfrutaba centrándome en la melodía mágica que me hacían elevar en lo negro de mis parpados, peor también quería ver a la chica que lo hacía posible, su expresión de concentración, su cabello, todo… Se me escapaban los suspiros ante los armoniosos tonos lentos. No quería que terminara nunca.