Te enseñaré a oír si me enseñas a amar

Capítulo 28: Prófugos de un pecado que no daña a nadie

Nos sentamos en contra de una pila de palés en mal estado, un poco sucios, no más de lo que estábamos, no nos importaba. Aún agitados, ella mostraba una media sonrisa que me sosegaba las preocupaciones y los miedos.

—¿Cómo puedes estar tranquila? —la miré—. ¿Y ahora qué haremos? —Saqué mi celular para ver que eran las veintidós horas—. ¡Fue una locura!

Ella rio suavemente.

—Relajémonos —dijo Lamya, acercándose y poniendo su rostro a unos cuantos centímetros del mío, como si me tentara.

La transpiración de su piel brillaba en la poca claridad que entraba por las ventanas rotas que daban a la calle. Jadeaba muy, muy despacio en el silencio y la quietud del almacén olvidado.

—Estoy algo nervioso —me pasé la mano por el cuello—, sería mejor que pensemos en algo para… ¿¡para qué!?

La calma se me estaba pasando.

—Préstame tu celular, dejé el mío en la escuela. —Su mano buscó en mi pantalón—. Puede que tengamos ayuda, o eso espero… Si hay un momento para que me arregle con él, es hoy.

—¿Quién? —pregunté enseguida—. ¿Cuál es el plan? Hay uno, ¿cierto?

—El plan es… dejar este país para siempre —aseveró besándome.

De repente. Lamya se puso de pie y deambuló mientras marcaba un número. Pude oír unos murmullos, como acezando para que contesten, como si tuviera algún tipo de temor porque no lo hicieran, y eso, me puso los nervios de punta. ¿Será nuestra única salvación? ¿Será su tía, Basima? Lo dudo, ella nunca ha mostrado interés en su sobrina.

Atendieron.

Ella habló en voz baja, apenas pude entender unas cuantas palabras sueltas que no pude hilar en una oración. Tras un extenso intercambio de palabras, Lamya bajó el celular y me dirigió una complacida mirada. Levantó su pulgar y expandió su sonrisa.

—No lo puedo creer, funciono… —añadió—. Me pregunto si podremos salir. ¿Qué te pasa?

Su pregunta me dejó confuso.

—¿A qué te refieres? —Tanteé mi cuerpo en busca de heridas—. Me encuentro bien.

—Tu cara —dijo—, acaso…

Me di cuenta de inmediato, solo que no lo sabía hasta que lo mencionó.

—Es dejarlo todo atrás, es verdad —contemplé, desviando la mirada al suelo.

—¡Huyamos! —alzó la voz para luego repetir más bajo—: Huyamos. Ya no tienes nada en Imiterazzor. Te meterán en la cárcel.

—Lo perdí casi todo.

—¿Casi? —inquirió, poniéndose de rodillas frente a mí para que la luz la desvelara ante mis ojos—. ¿Qué te queda en este lugar?

—Mi mejor amigo, él seguirá aquí; ya no lo podré volver a ver —respondí—. Una vez que se sale del país, ya sabes, jamás se vuelve a entrar. Estuve mucho tiempo sin poder tenerlo a mi lado, no puedo olvidarme de él, así como así, aunque eso signifique…

—¡Pasaras quién sabe cuántos años en prisión! —se mostró enfadada—. ¿¡Y si te dan perpetua!? No, no, no. Piénsalo, Dazan. Arruinaras tu vida para siempre.

—No es sencillo para mí, él siempre estuvo para mí, es como mi hermano —me sinceré—. No me pidas que elija.

—Porque si te pido que elijas —gimoteó, deteniéndose con fortaleza antes de soltar una lágrima —, perdería… a que sí…

No pude responder ante tal afirmación.

—Descuida, lo entiendo —prosiguió, rompiendo el silencio sepulcral que se había generado—, entiendo que tu vinculo sea más fuerte que el que tenemos. Aunque sea diferente, lo entiendo. Ojalá algún día pueda tener uno así de fuerte —sonrió, pero su ademán no podía ocultar su sufrimiento—. Lo entiendo, pero… me duele, me duele mucho.

Lamya juntó sus manos en su pecho, presionando con fuerza, rompiendo en llantos.

—Lo tendremos, tendremos ese lazo —me arrastré hasta ella para rodearla con los brazos—. Lo juro por mi madre.

Descargó todo su dolor en mi hombro, hasta que finalmente se tranquilizó. Dejamos pasar el tiempo bajo el chillar de las ratas y me enfoqué en acariciar su tersa piel y cada uno de sus cabellos.

De repente, las luces de un auto iluminaron el interior del almacén por un segundo. Sea quien sea a quién había llamado Lamya había llegado, o eso esperaba. Por precaución nos ocultamos detrás de un contenedor de tierra y escombros. Observamos la salida a la cual le faltaba la puerta —debía entrar por ese sitio— y esperamos, con los nervios por las nubes y con las manos aferradas fuertemente al contenedor.

¡Es imposible que otra persona sepa dónde estamos!, me decía para mis adentros, para tratar de tranquilizarme.

Una sombra apareció del otro lado del umbral de la salida. Pronto tomó forma, la forma de una figura conocida. Por la sorpresa, pateé un pedazo de escombro, ocasionando un ligero, pero delatador sonido.

—¿Lamya? —preguntó la persona.

Esa persona no era otra que Karima, la sicaria.

Mil preguntas me atacaron a la mente, pero la principal era: “¿Qué demonios hace ella aquí?”, sin embargo, era obvio que la respuesta la sabía más que bien.

—Pueden salir, vine a ayudar —aclaró.

Era como si pudiera asegurar que su voz decía todo lo contrario, pero una parte de mí quería creerle, quería que termináramos de escondernos de una buena vez, y no solo ahora.

Tomé un trozo de roca del suelo y lo lancé lo más lejos que pude, teniendo en cuenta la prioridad, que era no emitir ruido alguno. Eso la distrajo por un segundo, haciendo que caminara unos cuantos pasos a la derecha, pero sin dejar de prestar atención a su alrededor. Es probable que supiera que no era más que una distracción. Dejó de hablar y caminó con una extrema precaución. No podía ver su rostro debido a la oscuridad, pero podía notar que sus ojos miraban al contenedor donde nos escondíamos. Por suerte aún había una gran distancia entre nosotros.

Lamya tironeó de mi ropa para que volteara y con la mano me señaló para que rodeara el contenedor. En cuanto giré en la esquina de este, ella se puso a emitir débiles sonidos que parecían piedras golpearse entre sí, o piedras raspadas contra el suelo de cemento. Claramente eso iba a llamar la atención de Karima. Traté de apurarme en cuanto me percaté de lo peligroso que podría ser si no la ayudaba a tiempo.




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