“No volverá a tocar un instrumento, siento darle la noticia”.
Nueve meses de aquella noticia. Un año y dos meses de aquél día en el almacén abandonado.
El vehículo se detuvo.
—Espéreme un momento —le dije al hombre que manejaba.
—Tengo la obligación de acompañarlo, es mi trabajo —replicó—. Espero que no sea ninguna molestia.
Era un hombre robusto y de bigote, con cara de buena persona.
—Descuidé, solo asegúrese de guardar silencio —advertí.
El cielo brillaba fervientemente ese mediodía y no corría una sola ráfaga de viento para refrescar nuestras frentes. Cruzamos por un arco de entrelazadas flores trepa muros, con el nombre grabado en la piedra: Cementerio nacional de Imiterazzor.
Pasamos por muchas tumbas y criptas hasta llegar a un sector donde había cuatro lápidas. En cada una de ellas se encontraba la familia unida: Akram Farran, padre. Leticia Hibri, madre. Hazard Farram hijo y Lamya Hibri, hija. Un país que pudo aceptarla tal y como era, pero un hermano que nunca pudo.
Dejé un ramo de flores en el pie de la lápida de Lamya y le quité una flor para colocársela a las demás lápidas.
—Siento no haber podido estar en el funeral —le hablé a la tumba de Lamya, para luego dirigirme a la de Hazard—: ¿Cómo pudiste sentir vergüenza de tu propia hermana? Incluso me presentante a un joven diciendo que lo era. Eras como mi familia, pero en verdad tú nunca quisiste a nadie.
—¿Es todo? —el hombre quiso saber.
—Es todo —afirmé—, ahora sí puede llevarme al aeropuerto.
—De acuerdo. ¿Puedo preguntarle algo? —Asentí con la cabeza—. ¿Por qué deja el país?
—Aquí no me queda nada, ni siquiera la música, por ello debo irme, para encontrarla del otro lado del charco.
—Usted entiende que una vez ponga un pie fuera…
—Ya no podré regresar, lo sé.
La primera vez que había subido a un avión fue para despedirme de todo, del lugar que me vio nacer y cuidó, del suelo donde saqué todos mis recuerdos malos y bellos, donde conocí a la persona más especial de mi vida, dónde mi mejor amigo se marchó odiándome…
Había pasado un año y no hay momento en que no quisiera haberle dicho: “¿Recuerdas cuando te dije que sentía amor pasara lo que pasara?”.
En el viaje contemplé el inmenso mar, las blancas nubes que rodeaban el avión, pero cuando llegué al aeropuerto y vi la tierra prometida fue cuando realmente sentí alivio.
A lo lejos, entre la inmensa cantidad de transeúntes, un cartel decía mi nombre. La carta que me había traído hasta aquí… la carta que me entregó Basima fue de esa persona… de esa chica de ojos olivas.