Ryan
Suspiré, dejando escapar el peso que me aplastaba el pecho, y cerré la puerta de la casa tras despedir a Mía. Su perfume todavía flotaba en el aire, dulce y embriagador, pero lejos de tranquilizarme, me atormentaba. Habían pasado cinco minutos desde que se fue, pero la culpa ya empezaba a susurrar en mi cabeza.
Mía y yo nos conocimos en Francia, pero a Sofi le dije que pasaron apenas semanas, y si lo hice fue porque quiero que ella crea que lo que tengo con Mía es real, que vea que soy capaz de querer y ser querido, que así como un día le declaré mi amor, también soy capaz de arrancarlo de raíz... aunque todo sea una mentira. No sé si lo hago por orgullo, por desesperación o porque en el fondo quiero que sufra. No, no que sufra. No quiero lastimarla. Solo quiero que entienda lo que significa amar a alguien y sentir que te estrellás contra una pared cada vez que intentás acercarte.
Sofi siempre me dejó claro que no me amaba, pero cada vez que me acerco, cada vez que cruzamos esa línea que ninguno de los dos se atreve a definir, algo en sus ojos se quiebra. Y, por un instante, parece tan vulnerable como yo. Entonces me pregunto si de verdad no siente nada, si realmente estoy tan loco como para inventarme que esos besos, esos abrazos a escondidas, no significaron nada para ella.
Verla con mi hermano fue lo que me rompió. No fue solo el hecho de verla sonreírle como nunca me sonrió a mí. Fue cómo lo miraba, cómo parecía darle todo lo que yo estuve mendigando durante meses. No es justo, pero tampoco lo que estoy haciendo lo es. Lo sé.
Mía no tiene la culpa. Es dulce, atenta y me mira como si fuera lo mejor que le haya pasado. Pero ella no es Sofía. Ella no es quien acelera mi corazón ni quien habita mis pensamientos a cada minuto del día. Si la traje acá fue por una sola razón: que Sofía me vea. Que vea lo que se siente estar al margen, que entienda cómo duele amar a alguien que te dice que no te ama, y que con un gesto te llene de esperanzas, solamente para arrebatártelas al instante.
Sé que estoy caminando por un terreno peligroso, que esto puede terminar de destruir lo poco que nos une. Pero necesito una respuesta. Necesito saber que no fue mi imaginación, que no fui yo quien inventó esos momentos en los que parecíamos el uno para el otro. Si lo que siento es un error, si ella no siente nada, entonces voy a tener que aprender a soltarla.
Quizás me odien por esto. Quizás piensen que soy cruel. Y tal vez tengan razón. Pero el amor no siempre es noble, ni siempre es justo. A veces es un torbellino que te arrastra y te hace tomar decisiones desesperadas. Y acá estoy, esperando que ella me mire, que reaccione, que me dé una razón para creer que no estoy loco. Y si no lo hace… bueno, quizás sea hora de dejar de luchar contra un muro que nunca se va a derrumbar.
Eran las once de la noche, y en lugar de ir a mi cuarto a refugiarme del día, preferí salir al porche. El aire frío de la noche era un bálsamo, un alivio temporal para la maraña de pensamientos que me atormentaban. El viento soplaba con suavidad, y por un instante pude convencerme de que todo estaba en calma. Pero esa calma se rompió apenas cinco minutos después, cuando escuché el rugido de una moto detenerse frente a la casa.
Desde mi lugar, observé cómo Sofi salía apresurada. Llevaba el pelo suelto, desordenado, como si hubiera bajado corriendo. El chico del delivery le entregó una bolsa blanca.
—Que pase una buena noche.—Dijo el chico con amabilidad.
—Igualmente.—Respondió ella con una sonrisa que, aunque diminuta, pudo iluminar su cara por completo.
Sus ojos se encontraron con los míos en cuanto el chico se fue. Apenas un segundo, pero bastó para que algo dentro de mí se agitara. Ella entró a la casa con el helado, pero volvió enseguida. Parecía no haberlo dejado en la cocina, solamente en el recibidor. Se acercó lentamente a mí.
—Hola.—Dije, tratando de sonar casual.
—Hola.—Respondió con ese tono nervioso que solía usar cuando no sabía exactamente qué decir.
Fue un saludo tan simple que, por un instante, pareció que éramos dos completos desconocidos, buscando con torpeza una forma de llenar el vacío incómodo entre nosotros.
—Compré helado porque me gusta mirar películas por la noche.—Dijo al fin, su voz tímida pero dulce—. Y, bueno, el helado no podía faltar.
Había algo tan genuino en sus palabras, tan puro, que casi me hace olvidar lo que estaba intentando hacer. Pero no podía. No debía.
—Es una pena que no estés acompañada...—Dije, con una indiferencia que me dolió incluso a mí mismo—. A menos que lo estés y no quieras hacer esperar a tu cita.
Ella se mordió el labio y dio un paso hacia mí, acortando la distancia que nos separaba. Ahora estábamos más cerca, pero no lo suficiente. Ella permanecía en el porche, y yo, debajo de las escaleras. Era una metáfora perfecta de nuestra relación: cerca, pero con un abismo de por medio.
—De hecho, estoy sola.—Confesó, con una mezcla de nerviosismo y determinación que me desarmó—. Y si vos querés, podés acompañarme. No me molestaría.
Por un instante, su invitación me golpeó como un rayo. Podría haber dicho que sí. Podría haberme sentado junto a ella, haber compartido el helado y la película, haber fingido que todo estaba bien entre nosotros. Pero no. No podía ceder. Necesitaba que entendiera que no la necesitaba para respirar, que podía estar lejos de ella.