El silencio en el laboratorio era espeso, como un caldo mal cocido. Solo el zumbido constante de las máquinas y el ocasional chasquido de un cable suelto interrumpían la tensión.
—¿Estás seguro de esto? —Preguntó uno de los científicos, ajustándose los lentes con dedos temblorosos. —¿De verdad crees que robar la escencia del alfa es buena idea?
—No seas cobarde —escupió el líder, un hombre calvo con cejas tan pobladas que parecían dos orugas peleando entre sí—. El Consejo nos pagó por resultados, no por lloriqueos.
Y claro, si había algo que esta organización no soportaba más que el fracaso, eran los mocos de científico cobarde.
Frente a ellos, flotando en un tubo gigante lleno de un líquido verdoso (que olía peligrosamente a brócoli hervido), estaba la escencia. Un tubo dorada palpitante, con destellos tan brillantes que daban ganas de ponerse lentes de sol dentro del laboratorio.
¿El problema? Que nadie quería admitir en voz alta, era que ya lo habían intentado todo con esa escencia: clonar al alfa, mezclarla con ADN de otros guerreros, incluso intentar convertirla en crema facial rejuvenecedora. Nada funcionaba.
Nada. Excepto la inseminación que le hicieron a una simple humana, Katherine.
—¿Nombre? —gruñó la enfermera de turno, mirando a la joven que se sentaba en la camilla del pequeño consultorio de salud.
—Katherine... Pérez —respondió ella, acomodándose el cabello detrás de la oreja y revisando nerviosa el reloj. Había llegado tarde al trabajo por culpa de esa cita médica y su jefa era tan amable como un cactus mojado.
La enfermera la miró con desinterés, como si fuera la persona número quinientos que atendía ese día.
—¿Motivo de la consulta?
—Dolor de cabeza. Y, bueno, fatiga. Y vómitos. Y…
—Ajá. ¿Primeriza?
—¿Perdón?
—¿No sabía que está embarazada? —le soltó la enfermera, mientras rellenaba el formulario sin levantar la vista.
Katherine se quedó inmóvil. Podía escuchar, con toda claridad, cómo un mosquito pasaba volando cerca de su oreja. Un mosquito con más certezas en la vida que ella en ese momento.
—¿Em... qué? —balbuceó—. No. Imposible. No he estado con nadie nunca, y… ¿cómo voy a estar embarazada?
La enfermera levantó por fin la vista y le regaló una media sonrisa maliciosa. Esa sonrisa que solo tienen las abuelas cuando pillan a sus nietos robando galletas.
—Pues, felicidades, hija. —Esa felicitaciones sonaron más a una amenaza que a otra cosa. —El examen salió positivo. —Kath se sintió morir en ese instante, pero no le dieron tiempo.
Le ordenaron acostarse sobre la camilla y alzar su blusa. Estaba demasiado confundida, ¿Cómo pudo quedar ella embarazada? ¿En qué momento pasó si solo donaba sus óvulos para tener más dinero? Todo era demasiado confuso.
Si la hubiera abofeteado con una sandía, el impacto habría sido menor.
—Oh, y serán dos —soltó la mujer sin borrar esa sonrisa que no terminaba de convencer a Kath.
—¿Género? —susurró Katherine, como si estuviera preguntando por el final de su serie favorita arruinada por spoilers.
La enfermera volvió a revisar el monitor con desinterés.
—Niña y niño. Parejita. Mejor combo que pizza con piña.
¿Niña? ¿Niño? ¿Parejita? ¿Combo?
Katherine sentía que su cerebro estaba a punto de reiniciarse como un viejo computador de oficina.
—Imposible… —dijo otra vez, pero la enfermera ya había pasado a otro paciente, uno que tenía cara de haber perdido una pelea contra una licuadora.
Lo que Katherine no sabía era que ese consultorio no era un simple dispensario médico.
Ni que esa enfermera trabajaba por debajo para el grupo de científicos más incompetentes que habían pisado el planeta.
Ni que ella, una secretaria administrativa con deudas hasta en el aire, había sido parte involuntaria de un experimento genético ultrasecreto.
Y ni por asomo imaginaba que los bebés que crecía en su vientre no solo venían con genes especiales... sino con habilidades especialmente problemáticas, pero eso lo descubriría después.
Seis años después.
—¡Mamá! ¡El gato se volvió a comer mi zapato!
—¡No tenemos gato!
Katherine estaba segura de que se estaba volviendo loca. Nadie le había explicado que criar gemelos era un deporte extremo. Si alguien lo hubiera hecho, habría pedido casco, rodilleras, y un par de calmantes.
—No fue el gato, fue Élan. ¡Se lo metió a la boca porque dice que quiere ser un lobo como en las caricaturas!
Katherine apareció en la sala, descalza, con el cabello atado en un moño que parecía una criatura independiente, y ojeras que podían ser catalogadas como patrimonio cultural.
—¡Élan! ¡Deja el zapato de tu hermana!
El pequeño apareció detrás del sofá, con media zapatilla colgando de la boca y una sonrisa que podía desarmar gobiernos.
—Quiero ser como el hombre ese —murmuró, con la zapatilla empapada—. El que gruñe.
—¿Qué hombre que gruñe?
—El de la tele —intervino su hermana, que se llamaba Emmy, con la paciencia de una monja tibetana. Emmy era más seria, más metódica, más… peligrosa en planes secretos—. Dice que es “alfa”. Yo quiero ser “alfa” también.
Katherine se masajeó las sienes.
¿En qué momento su vida se convirtió en un circo con funciones continuas?
—¡Basta! —ordenó con tono de madre cansada pero invicta—. Hoy nos vamos a comportar. Tengo una entrevista de trabajo y necesito que no se coman los zapatos, ni se ataquen con cucharas, ni prendan fuego a nada.
Silencio. Ese silencio traicionero que, como madre, uno sabe que solo significa dos cosas: o van a portarse bien… o planean una venganza secreta.
Emmy levantó la mano.
—¿Qué clase de trabajo es esta vez?
—Sirvienta. Limpieza. Es en una casa de un tipo que necesita ayuda. Eso me dijo mi ex compañera.
Élan escupió el zapato como si hubiera oído que iban a una fiesta de helado gratis.
—¿Y podemos ir?
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Editado: 03.07.2025