Terror Y Algo Más

Sombras Del Pasado

En un pequeño pueblo de caminos polvorientos y casas de madera, vivía David, un joven de quince años que no conocía más que la rutina diaria de la escuela y los juegos con sus amigos. Una tarde de verano, mientras volvía a casa por un atajo a través del bosque, fue emboscado por una banda de delincuentes. Lo agarraron con fuerza y, antes de que pudiera gritar, una mano ruda cubrió su boca, y todo se volvió oscuridad.

Cuando David recobró el sentido, estaba atado en el sótano de una casa desconocida. La oscuridad le rodeaba, y el miedo comenzó a apoderarse de él. Sin embargo, había algo más en ese lugar, una presencia que le resultaba extrañamente familiar.

Entre los secuestradores había un joven llamado Daniel, que tenía la misma edad que David. Era el líder de la banda, conocido por su astucia y frialdad. Pero Daniel tenía un secreto que le atormentaba: desde pequeño, había sabido que tenía un hermano gemelo, perdido en circunstancias misteriosas. Aquel hermano era David.

Daniel observaba a David desde las sombras, notando las similitudes entre ambos. Los mismos ojos, el mismo cabello, incluso los mismos gestos. Era como mirarse en un espejo. La lucha interna de Daniel comenzó entonces, una batalla entre el deber que sentía hacia la banda que le había acogido y la sangre que le unía a David.

Las noches eran largas y llenas de insomnio para Daniel. Recordaba los fragmentos de su infancia, las historias que su madre le había contado sobre su hermano gemelo desaparecido. Ahora, ese hermano estaba delante de él, encadenado y asustado, esperando un destino cruel. La banda planeaba vender a David como esclavo a una familia rica de la ciudad, sin pensar en el sufrimiento que eso conllevaría.

Mientras la banda discutía los detalles de la venta, Daniel se escabulló hasta donde estaba David. Se arrodilló a su lado y le susurró:

-No tengas miedo, David. Te sacaré de aquí.

David, con lágrimas en los ojos, reconoció la voz de su captor y sintió una mezcla de esperanza y confusión. ¿Por qué este joven, tan similar a él, querría ayudarlo?

-¿Quién eres? -preguntó David, con un hilo de voz.

-Soy tu hermano, Daniel. No puedo dejar que te hagan daño. Esta es nuestra oportunidad para escapar, pero debes confiar en mí.

Daniel luchó contra sus propios demonios y el peso de la lealtad hacia la banda. Sabía que, al traicionar a sus compañeros, su vida también correría peligro. Pero el vínculo con su hermano era más fuerte que cualquier otra cosa.

Esa noche, mientras la banda dormía, Daniel liberó a David y juntos huyeron al bosque. La persecución fue intensa, los secuestradores los siguieron de cerca, pero los hermanos conocían los atajos y se movieron con rapidez. Finalmente, llegaron a una carretera donde un auto se detuvo al verlos. Un amable conductor les dio refugio y los llevó a la comisaría más cercana.

En la comisaría, Daniel confesó todo lo que había hecho y aceptó las consecuencias de sus actos. Sabía que el camino hacia la redención sería largo y difícil, pero estaba dispuesto a enfrentarlo por el bien de su hermano.

David y Daniel fueron separados nuevamente, pero esta vez con la promesa de reunirse en un futuro mejor. Daniel fue enviado a un reformatorio, donde trabajaría para cambiar su vida y expiar sus errores. David, por su parte, volvió con su familia, llevando consigo la esperanza de un nuevo comienzo.

Las sombras del pasado siempre estarían presentes, pero ambos hermanos sabían que, unidos, podrían enfrentar cualquier oscuridad que el futuro les deparara. Pero aquello distaba mucho de ser así para Daniel quien debería permanecer en ese oscuro lugar.

El reformatorio al que fue enviado Daniel no era más que una prisión disfrazada. Rodeado de altas murallas de concreto y alambre de púas, el lugar estaba diseñado para quebrar a los jóvenes más rebeldes y convertirlos en ciudadanos obedientes. Desde el momento en que Daniel cruzó sus puertas, supo que aquel sitio no iba a ser su redención, sino su infierno personal.

Las celdas eran frías y húmedas, apenas iluminadas por la luz que se filtraba a través de pequeñas ventanas enrejadas. Daniel compartía su celda con otros tres jóvenes, cada uno con su propia historia de abandono y delincuencia. El sonido constante de cadenas arrastrándose y los gritos de los internos torturaban sus noches, haciéndole imposible dormir.

Cada mañana, los guardias los despertaban antes del amanecer. Con gritos y empujones, los llevaban al patio donde realizaban ejercicios extenuantes, seguidos de largas horas de trabajo forzado. Daniel, acostumbrado a la vida dura de la calle, soportaba las tareas con estoicismo, pero el peso de la culpa y la desesperanza lo agobiaban cada día más.

El reformatorio estaba gobernado por una jerarquía brutal. Los internos más fuertes imponían su ley a golpes y amenazas, mientras los más débiles eran sometidos a vejaciones constantes. Daniel, aunque físicamente fuerte, trataba de mantenerse al margen, pero su resistencia solo atrajo la atención de los líderes, quienes lo veían como un desafío a su autoridad.

Una noche, después de una brutal pelea en el patio, Daniel fue llevado a una celda de aislamiento. Las paredes estrechas y la oscuridad absoluta le hacían sentir como si el mundo se cerrara sobre él. En ese confinamiento, los recuerdos de su hermano David y la promesa de cambiar su vida se convirtieron en su única fuente de consuelo. Pero el dolor de las heridas y la soledad comenzó a erosionar su voluntad.

La celda de aislamiento era un lugar donde el tiempo parecía detenerse. Daniel fue arrastrado hasta allí tras una pelea en el patio que había dejado a varios internos heridos. Los guardias, sin compasión alguna, lo arrojaron al suelo de cemento y cerraron la pesada puerta de hierro con un estruendo que reverberó en su mente.

La oscuridad era absoluta. El aire estaba viciado, y el olor a humedad y moho impregnaba cada rincón. Las paredes eran tan estrechas que, al estirar los brazos, Daniel podía tocar ambos lados al mismo tiempo. La única fuente de luz era una pequeña ranura en la parte superior de la puerta, apenas suficiente para discernir entre la noche y el día.




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