Terror Y Algo Más

El Ángel Caído

En el reino de Ethereal, donde los cielos se entrelazan con la tierra en un ballet eterno de luz y sombra, una figura se destacaba como un faro de resplandor entre las almas angélicas: el Arcángel Seraphiel.

Con alas doradas que relucían como las llamas del sol naciente, Seraphiel era la encarnación misma de la pureza y la justicia. Su mirada, profunda como el abismo del universo, irradiaba una serenidad que inspiraba devoción y temor a partes iguales.

La catedral celestial, un palacio de mármol y alabastro, era su hogar. Allí, entre arcos góticos y vitrales que proyectaban un caleidoscopio de colores sagrados, las huestes celestiales se reunían en reverencia.

Los ángeles, de cabellos como cascadas de luz plateada, cantaban himnos que resonaban como susurros del viento en un campo de trigo dorado.

Sin embargo, en el corazón de este paraíso, una sombra insidiosa comenzó a crecer, como una mancha de tinta que se esparce lentamente en el agua cristalina. Una noche, cuando las estrellas bordaban el cielo con su luz titilante, una presencia oscura se filtró en el santuario. Era una entidad antigua, un espíritu que había sido desterrado al abismo por su avaricia y deseo de poder.

El espíritu, en su búsqueda de venganza, encontró en Seraphiel un receptáculo perfecto. Silenciosamente, como un murmullo en la noche, se deslizó en el alma del arcángel. Seraphiel, que había sido el baluarte de la pureza, comenzó a cambiar.

Su luz, antes brillante y cálida, se tornó fría y cortante como el hielo. Sus palabras, antes dulces y tranquilizadoras, se convirtieron en veneno, sembrando discordia entre los ángeles.

Los más cercanos a Seraphiel, aquellos que habían sido sus compañeros en innumerables batallas contra el mal, notaron el cambio. Entre ellos estaba Althea, una joven ángel cuya voz era tan melodiosa como el canto de las sirenas en el océano estelar. Althea, con su intuición aguda y corazón valiente, decidió descubrir la verdad detrás de la transformación de Seraphiel.

Una noche, cuando la luna llenaba la catedral con su pálida luz, Althea confrontó a Seraphiel en los jardines celestiales, donde las flores nocturnas destellaban con un brillo etéreo.

— Seraphiel, algo oscuro te consume — dijo Althea, su voz temblando pero firme.

Seraphiel, con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos, respondió:

— Nada ha cambiado, pequeña Althea. Solo estoy viendo el mundo con nuevos ojos.

Pero Althea, con su corazón puro, podía ver más allá de la fachada.

— No eres tú — susurró — y no dejaré que esta oscuridad te reclame.

Con una oración silenciosa, Althea invocó la antigua magia de los cielos. Las estrellas respondieron a su llamado, brillando con una intensidad cegadora. Una luz blanca y pura envolvió a Seraphiel, y el espíritu oscuro, incapaz de soportar el poder de la pureza celestial, fue arrancado de su anfitrión y desterrado una vez más al abismo.

Seraphiel, liberado de la posesión, cayó de rodillas, lágrimas de redención corriendo por su rostro.

— Gracias, Althea — murmuró — me has salvado de una eternidad de oscuridad.

En el reino de Ethereal, la paz fue restaurada. Pero Althea y los demás ángeles sabían que la batalla contra las sombras nunca terminaría.

Con Seraphiel a su lado, renovado y más fuerte que nunca, estaban preparados para enfrentar cualquier oscuridad que amenazara el brillo eterno de su hogar celestial.

 


 




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