Terror Y Algo Más

Encuentro Prohibido

En el corazón de un bosque antiguo, donde la luz apenas penetraba el dosel de árboles ancestrales, dos figuras angelicales se encontraron bajo el manto de un destino inquebrantable.

Luzbel, con sus alas rojas como el fuego del infierno y una mirada que podía derretir la voluntad más firme, caminaba con una gracia que enmascaraba su naturaleza tumultuosa. A su lado, Gabriel, resplandeciente en su pureza, con alas blancas que reflejaban la luz divina, avanzaba con una serenidad que desmentía el caos en su corazón.

Eran arcángeles, creados para ser fuerzas opuestas del cosmos, pero una atracción innegable los unía en una danza peligrosa de amor y odio. Aquel día, se habían citado en el claro del bosque, donde el canto de los pájaros y el murmullo del viento eran los únicos testigos de su encuentro prohibido.

—Gabriel —susurró Luzbel, sus dedos acariciando con gentileza la mejilla de su contraparte — ¿Por qué insistes en luchar contra lo que sientes?

Gabriel apartó la mirada, su expresión era un mosaico de conflicto y devoción. Sabía que Luzbel encarnaba todo lo que ella debía rechazar, pero cada vez que sus ojos se encontraban, sentía que su voluntad se desmoronaba como un castillo de arena ante la marea.

—Lo que siento no debería existir —respondió Gabriel, su voz temblando con una mezcla de deseo y repulsión — Tú eres la oscuridad, Luzbel, y yo soy la luz. Nuestra unión es una aberración.

Luzbel sonrió con una tristeza que sólo Gabriel podía comprender. Habían compartido milenios de lucha, de tentaciones y resistencias, pero también de momentos robados donde sus corazones se encontraban en una verdad que ninguno quería admitir.

—La oscuridad y la luz no pueden existir una sin la otra —murmuró Luzbel, acercándose aún más — No puedes negar lo que somos. Ni tú ni yo podemos cambiar nuestra esencia, pero sí podemos encontrar consuelo en ella.

Las palabras de Luzbel calaban hondo en Gabriel, despertando recuerdos de noches interminables donde los susurros de su amado eran su única compañía. Sabía que acercarse a Luzbel era jugar con fuego, pero también sabía que el dolor de su ausencia era un tormento que no podía soportar.

—Si nos descubren, todo se desmoronará —advirtió Gabriel, aunque su voz carecía de la convicción necesaria.

—Que el mundo arda entonces —replicó Luzbel, con una pasión que reflejaba su naturaleza indómita — Prefiero vivir un solo instante contigo que una eternidad sin conocerte.

Gabriel cerró los ojos, sintiendo cómo las barreras que había erigido alrededor de su corazón se desmoronaban. Cuando volvió a abrirlos, encontró la mirada ardiente de Luzbel, y en ese momento, supo que no había vuelta atrás.

Sus labios se encontraron en un beso que era tanto una promesa como una condena. El amor entre ellos era como el filo de una espada: hermoso y letal. Cada caricia, cada susurro, alimentaba un fuego que consumía sus almas.

Los días pasaron, y sus encuentros se volvieron más frecuentes. En el claro del bosque, compartían secretos y caricias, construyendo un mundo solo para ellos. Pero la sombra de la realidad nunca estaba lejos. Sus roles como arcángeles los llamaban constantemente, y cada separación era un desgarramiento en sus corazones.

Un día, mientras yacían juntos, envueltos en la serenidad de su amor prohibido, Gabriel habló de sus temores.

—¿Qué será de nosotros, Luzbel? —preguntó, su voz un susurro lleno de angustia— No podemos seguir así para siempre. Eventualmente, seremos descubiertos.

Luzbel la miró con una intensidad que quemaba.

—Entonces huiremos — dijo con determinación — Dejaremos este mundo y encontraremos uno donde podamos ser libres, sin la carga de nuestras identidades.

Gabriel quiso creerle, quiso aferrarse a esa esperanza, pero sabía que escapar de su destino no era una opción. Eran arcángeles, y su existencia estaba intrínsecamente ligada al equilibrio del universo.

Sus temores se materializaron una noche cuando una luz cegadora iluminó el claro del bosque. Miguel, el arcángel guerrero, había descubierto su secreto. Su expresión era de furia y decepción mientras levantaba su espada hacia ellos.

—¡Esto debe terminar! —tronó Miguel, su voz resonando con la ira divina — Su amor es una blasfemia, un insulto al orden celestial.

Gabriel se interpuso entre Miguel y Luzbel, con los brazos extendidos en una súplica desesperada y sus alas blancas y doradas desplegadas.

—Por favor, Miguel, entiende —rogó — Lo que sentimos no es una elección. Es una fuerza que nos arrastra, un vínculo que no podemos romper.

Miguel vaciló por un momento, pero su deber hacia el equilibrio del cosmos era inquebrantable.

—Lo siento, Gabriel — dijo con una tristeza sincera — pero esto no puede continuar.

Con un movimiento rápido, Miguel separó a los amantes, sus alas desplegadas formando una barrera infranqueable entre ellos. Luzbel gritó de ira y desesperación mientras Gabriel caía de rodillas, lágrimas rodando por sus mejillas.

—¡No! —clamó Luzbel, luchando contra la fuerza invisible que lo retenía — ¡No puedes arrebatármela!

Pero el destino ya estaba sellado. Con un último vistazo lleno de amor y desesperación, Gabriel fue arrastrada de vuelta al cielo, dejando a Luzbel solo en el claro del bosque, su corazón roto y su alma consumida por la oscuridad. Antes rojas ahora negras, reflejando su alma misma.

A partir de ese día, el bosque se convirtió en un lugar de tristeza eterna, donde los ecos de un amor imposible resonaban en el viento. Luzbel, ahora más sombrío y amargado, vagaba por el mundo, siempre buscando una manera de recuperar a su amada.

Y aunque su amor fue su perdición, también fue su fuerza. Porque en algún rincón de su corazón, Luzbel sabía que el amor verdadero nunca muere, y que algún día, en alguna vida, él y Gabriel se encontrarían de nuevo, libres de las cadenas que los habían separado.

FIN
 




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