Terror Y Algo Más

La Caída De Luzbel III

El Recuerdo De Miguel

En la vastedad de la tierra, donde los ecos de su caída aún resonaban como un murmullo perpetuo, Luzbel vagaba con una sombra de dolor y furia envolviendo su ser.

Las noches eran sus cómplices, y el silencio su único consuelo, pero en el silencio, los recuerdos se alzaban como fantasmas del pasado, atormentándolo sin piedad. Entre estos recuerdos, uno brillaba con una intensidad dolorosa: su amistad con Miguel, el arcángel celestial que una vez había sido su hermano en espíritu.

Luzbel recordaba aquellos días dorados en el paraíso, donde él y Miguel, como estrellas gemelas, resplandecían con un brillo incomparable. Eran inseparables, dos almas unidas por la luz y la devoción divina. Juntos, surcaban los cielos, sus alas creando arcos de luz que iluminaban el firmamento. Su risa era un canto de júbilo, y sus conversaciones, melodías que resonaban con sabiduría y amor fraternal.

Pero ahora, esos recuerdos eran espinas que se clavaban en su corazón, un recordatorio constante de la traición y la soledad. Luzbel no podía evitar sentir una mezcla de furia y anhelo al pensar en Miguel.

¿Dónde estaba su hermano cuando más lo necesitaba? ¿Por qué no intercedió por él ante Dios? Estas preguntas ardían en su mente como brasas, alimentando su amargura.

- ¿Cómo pudo Miguel, mi confidente y aliado, no entender mi sufrimiento? - se preguntaba Luzbel, su voz un eco de desesperación en la oscuridad - En lugar de intentar comprenderme, fue él quien se levantó contra mí, el artífice de mi caída. Su espada fue la que selló mi destino, y su mirada, fría e implacable, fue la última que vi antes de ser desterrado.

El enfrentamiento entre ellos, en el clímax de su rebelión, era un recuerdo que Luzbel no podía borrar. La batalla en los cielos fue un cataclismo, un choque de titanes que sacudió los cimientos del paraíso.

Luzbel, con su corazón encendido por el orgullo y la ira, se enfrentó a Miguel, cuya determinación era tan firme como una montaña inquebrantable. Sus espadas cruzaron, creando chispas de luz y sombra, y el sonido de su lucha era como el rugido de una tormenta apocalíptica.

Miguel, con una mezcla de tristeza y resolución en sus ojos, lo derrotó, su espada brillando con la luz divina. Luzbel cayó, su derrota un abismo de dolor y humillación.

- ¡Miguel! - gritó en su caída, su voz un lamento de traición. Pero Miguel no respondió, su figura se desvaneció en la luz mientras Luzbel descendía en la oscuridad - ¡Ayúdame hermano!

Ahora, en la tierra, Luzbel canalizaba su dolor y furia en actos de crueldad. Su odio hacia la humanidad, esas criaturas creadas a imagen de Dios, se manifestaba en acciones que dejaban cicatrices profundas y duraderas. En un pequeño pueblo, donde la paz reinaba y las familias vivían en armonía, Luzbel decidió sembrar el caos.

Su voz, un susurro venenoso, se filtró en las mentes de los habitantes, sembrando semillas de desconfianza y odio. Hermanos se volvieron contra hermanos, amigos contra amigos. El amor se transformó en celos, la cooperación en competencia feroz. El pueblo, antes un oasis de felicidad, se convirtió en un campo de batalla de emociones destructivas.

Luzbel observaba desde las sombras, su figura una presencia oscura y amenazante.

- Si yo no puedo conocer la paz, ellos tampoco lo harán - pensaba, su corazón latiendo con un ritmo de odio y dolor. Su poder se extendía como una plaga, corrompiendo todo lo que tocaba.

En otra ocasión, Luzbel encontró a un joven pastor, cuya fe en Dios era tan firme como una roca en medio del mar. Decidido a quebrar esa fe, Luzbel apareció ante el joven en forma de un anciano sabio, sus palabras cargadas de engaño y tentación.

- ¿Por qué sigues a un Dios que permite el sufrimiento? - preguntó, su voz como el veneno destilado de una serpiente - ¿Acaso no ves que tu fe es inútil?

El joven, confundido y perturbado, comenzó a dudar. Su fe, antes inquebrantable, se tambaleaba como una vela en un viento furioso. Luzbel continuó susurrando, cada palabra una daga que perforaba el alma del joven. Finalmente, el pastor renunció a su fe, su corazón quebrado y su espíritu destrozado.

Luzbel, observando la desolación que había causado, sentía una satisfacción amarga, sus crueles carcajadas retumbaron por todo el desierto y más allá también. Pero junto a esa satisfacción y aparente felicidad, una tristeza profunda lo invadía.

Cada acto de crueldad, cada alma corrompida, era un reflejo de su propio dolor y desesperación. Sus acciones eran un grito de ayuda, una súplica por comprensión y redención que nunca llegaría. El recuerdo de Miguel seguía siendo una herida abierta, una cicatriz en su alma.

- Miguel - susurraba en las noches más oscuras, su voz un lamento que resonaba en el vacío - ¿Por qué no intentaste entenderme? ¿Por qué me condenaste a esta existencia de dolor y odio? ¿Por qué no me ayudaste.... hermano?

Pero las respuestas nunca llegaban, y Luzbel continuaba su camino de sombras. Su legado de dolor y crueldad se expandía, un testimonio de su furia y su tristeza infinita. En cada rincón del mundo, su nombre era un susurro de terror, y su presencia, un recordatorio constante del peligro del orgullo y la ambición desmedida.

Así, Luzbel, el ángel caído, seguía su viaje solitario, una figura envuelta en sombras, su corazón una mezcla de furia y anhelo. En su dolor y crueldad, buscaba un propósito, una razón para su existencia condenada, pero en el fondo, sabía que su destino estaba sellado. Su caída había sido su perdición, y su dolor, una eternidad de sufrimiento y desesperación.




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