Testimonio Relatos de Colombia

NO SON ENEMIGOS

 

 

Llevaba quince años lejos de mi hogar y al menos la mitad sin ver a mi madre. El día que, después de tanto, iba a poder volver a mi tierra, fue el día en el que me estrellé con otra realidad, con la realidad de la que quería escapar. Soy Hernán Felipe Trujillo Bustamante y esta es mi historia. Sé que Rodrigo ya le debió contar algo y por eso ha venido a que le diga que sucedió cuando estaba en servicio militar.

Recuerdo muy bien que era un 7 de agosto del 89. Lo tengo presente porque iba a viajar de vuelta a Cimitarra para mi cumpleaños. Iba camino a tomar la flota por la salida de Bogotá hacia el norte y en mitad de mi camino me detuvo un militar.

–Papeles por favor –me dijo aquel hombre. Saqué mi cedula y se la pasé, pensé que solo era algo rutinario–. Permítame su libreta.

–Disculpe. ¿Cómo? –dije confundido.

–Si no cuenta con la libreta militar, tendrá que acompañarme al camión. –Y señaló el vehículo que estaba más adelante, algunos muchachos se estaban subiendo.

–Qué pena con usted, pero… –Quería hacerme el que no entendía para intentar escapar, fue inútil… realmente.

–Señor ya que usted no ha cumplido los 27 años y no posee la libreta militar, tendrá que presentar el servicio militar.

Quise escapar, sin embargo, sabía que no iba a funcionar, así que me resigné–. Claro, sí señor. – Ya no tenía de otra…

… (…) …

Había escapado de mi tierra por una situación similar. Tenía 12 años cuando llegó un comunicado de la guerrilla que controlaba la zona, decía que todo joven mayor de 14 años iba a ser reclutado para la salvación de Colombia. Que era el deber de los jóvenes luchar por la libertad y por su país. Mi madre, llena de miedo, decidió enviarme a Bogotá, a vivir con un primo. Él, con 25 años, había abierto un taller en el barrio Siete de Agosto, donde también vivía con su esposa y su hijo de 7 años. Mis padres siempre enviaban dinero para mis gastos y mi educación.

Ellos nos visitaban en algunas fiestas todos los años, hasta que mi padre falleció cuando cumplí 20 años. En su entierro tuve que permanecer en la casa para que no me llevara la guerrilla, aún pensábamos que podía suceder. Ese día había podido hablar con el resto de mi familia, ellos vivían en la misma casa, mi abuela, mi tía, su esposo y mi pequeña prima Angela de 13 años. Pero, además de “intentar escapar” de la guerrilla, tenía que volver al trabajo en Bogotá. La falta de dinero no permitió que mi madre viajará a visitarme, como tampoco yo pude viajar a Cimitarra. No solo fue el dinero, también el miedo. Fue la última vez que la vi antes que me reclutaran.

Sin embargo, cuando pude y me decidí viajar, estaba subiéndome al camión con otros muchachos. Ahí conocí a Rodrigo, quien tenía 19 años y con quien quedé en el mismo batallón. Durante los meses de entrenamiento él demostró gran desempeño, fuerza e inteligencia. Era bastante hábil para el manejo de armas y el combate cuerpo a cuerpo. Por mi lado, no me quedaba atrás, aunque él siempre me ganaba en todas las destrezas, yo tenía algo más de conocimiento.

–¡Trujillo! –Gritó el coronel del batallón.

–Señor, si señor –contesté de forma instintiva, firme y prestando total atención. Ya habían pasado seis meses de entrenamiento disciplinario.

–Prepare su equipaje –dijo–. Como usted es de Santander se le trasladará al batallón de allá para que siga prestando su servicio militar.

-Sí, mi coronel –dije sin pensarlo. Ya empacando, las dudas me llegarían como un recuerdo de que allí me estaría esperado la guerrilla, aunque, ya habían pasado quince años y no creía que me pudieran reconocer.

–¡Páez! –Gritó nuevamente el coronel.

–Señor, si señor –respondió Rodrigo haciendo exactamente lo que yo había hecho segundos antes.

–Por orden superior se ha decidido también trasladarlo a Santander. Su rendimiento es necesario en esa zona.

–Sí, mi coronel. Comenzaré a empacar inmediatamente.

A Rodrigo le había contado, el día que nos reclutaron, mi historia, se había reído de mi diciéndome que ese fue mi «día de suerte» y cuando el coronel se retiró me lo había repetido. Se rio.

–No se preocupe Trujillo, le mandaron guardaespaldas.

Me reí con él–. Más bien es al revés niño –le contesté–. La experiencia manda. –Y volvimos a reír.

Un viaje largo, no solo fuimos nosotros dos, varios más de las demás compañías fueron trasladados a Santander. Pues, las guerrillas habían ganado bastante fuerza en esas zonas. Habían aumentados los reclutamientos forzados en los últimos cinco años, dónde no solo se habían llevado adolescentes hombres, también mujeres, niños y hasta niñas. Las personas de los pueblos cercanos a los bosques vivían con miedo constante y esos hombres armados se paseaban como si nada. Por eso, habían solicitado más militares en esa zona y nosotros habíamos calado entre muchos. Técnicamente íbamos a la guerra.

Muchos de nosotros apenas estábamos completando el entrenamiento. Sin embargo, yo, como todos los que viajábamos, tenía que estar dos años prestando el servicio militar. Excepto Rodrigo, quien decidió continuar de forma voluntaria. Él me contó que le gustaba hacer eso y por tal razón había solicitado, mucho antes, que lo llevaran también a Santander.



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En el texto hay: realismo, violencia, colombia

Editado: 18.08.2022

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