Thalassa | La perdición de los dioses |

α

La profecía. La palabra había caído sobre ellos como un rayo desde el Olimpo, susurrada por las Moiras con hilos de destino inquebrantables. "De la unión del Rey del Mar nacerá una belleza sin par, un fulgor tan cegador que arrastrará a la perdición a todos los que osen mirarla. Su existencia será un desgarro en el tapiz del cosmos, un cataclismo nacido de la admiración".
Cada vez que Anfitrite acariciaba su vientre abultado, cada vez que la sentía moverse en su interior, una punzada de terror se mezclaba con el amor paternal de Poseidón. Había consultado a los más antiguos dioses del mar, a los sabios del abismo, buscando mil y una soluciones, mil maneras de desviar el destino. Su orgullo de dios, su dominio sobre el océano, se sentían inútiles ante una fuerza tan abstracta y, a la vez, tan concreta como la belleza.

El palacio de Poseidón, tallado en nácar iridiscente y coral luminiscente, nunca había conocido tal silencio. No era el silencio apacible del sueño o la contemplación, sino uno pesado, preñado de temor. El día del nacimiento de la pequeña princesa fue agridulce. Su belleza era, en efecto, tan deslumbrante como se había predicho, un pequeño sol en sus manos. Pero el mismo fulgor que le llenaba el corazón de amor, lo llenaba de terror.
En el centro de la sala más grande, una cuna de algas plateadas flotaba ingrávida, meciendo a la recién nacida hija de Poseidón y Anfitrite. Su piel era como la espuma de las olas al atardecer, sus cabellos, finos hilos negros como la noche, y sus ojos, aún cerrados, prometían el azul profundo del abismo.
Pero no había regocijo. Las Nereidas, que usualmente celebraban con cantos melodiosos cada nuevo vástago de los dioses, permanecían agrupadas en las sombras, sus rostros hermosos contraídos por la angustia. El mismo Poseidón, un dios de tempestades y mareas, se veía encogido, su tridente apoyado contra la pared como un peso insoportable. Anfitrite, la reina del mar, lloraba lágrimas de rocío salado, que se disolvían antes de tocar el suelo.

La misma no era ambigua. Esta niña, su hija, su pequeña e inocente, estaba destinada a ser la causa de la ruina. No por maldad, sino por la mera esencia de su belleza.
Poseidón se aclaró la garganta, su voz un murmullo cavernoso. — No hay otra manera. Debe ser protegida. Y con ella, el mundo.
Una Nereida, de nombre Galatea, se adelantó, su semblante más sereno que las demás. — Padre Poseidón, permítanos llevarla. La resguardaremos en la cueva más profunda, donde la luz del sol nunca se aventura, donde solo el latido del océano será su arrullo—.
Anfitrite sollozó más fuerte. — ¿Lejos de nosotros? ¿Enterrada en la oscuridad?.
— Es por su bien, mi reina —, respondió Galatea con dulzura, aunque la tristeza se reflejaba en sus propios ojos.
— Y por el bien de todos. Si su belleza no ve la luz, no podrá infligir el daño que se profetiza. La protegeremos de su propio destino —. Con un dolor que le partía el alma. — Debe ser así— , había murmurado, su voz cavernosa, mientras las Nereidas se acercaban para llevarse a su hija. — Llevadla a las profundidades— , había ordenado, su voz a punto de romperse. — A la cueva más recóndita, donde la luz del sol jamás se aventura. Protegedla. Protegedla de su propio destino.

Galatea, tomó a la pequeña, que era poco más que un puñado de vida, envuelta en un velo de algas bioluminiscente. Sus pequeños dedos se aferraron al velo, un instinto inocente que desgarró el corazón de sus padres. Observó cómo las Nereidas se alejaban, llevando consigo a su hija, la más preciada de sus tesoros.
Por su parte la reina del mar su cuerpo se le tensó, cada músculo gritando por detenerlas, por aferrarse a su hija y no soltarla jamás. Pero sus manos, sus fuertes y regias manos, permanecieron inertes, como si estuvieran atadas por cadenas invisibles. La voluntad de los dioses, y la cruel necesidad de la profecía, eran más fuertes que el instinto maternal más profundo.
La figura de la pequeña se hacía cada vez más diminuta, perdiéndose en la oscuridad abisal, hasta que solo quedó el eco de su lamento y la promesa de una vida oculta.
El viaje fue largo, a través de abismos donde las criaturas marinas más extrañas se ocultaban, por pasajes submarinos que pocos conocían. Mientras las Nereidas nadaban, la cueva de las Mareas se acercaba. Era un lugar mágico, donde las aguas brillaban con un resplandor etéreo y las criaturas marinas danzaban en armonía. Allí, la pequeña crecería, ajena a la profecía que la rodeaba, pero siempre bajo la atenta mirada de Galatea y sus hermanas.
Dentro, el silencio era casi absoluto, roto solo por el susurro constante de las corrientes lejanas y el tenue brillo de las rocas cubiertas de líquenes marinos. Las Nereidas dispusieron un lecho de arena más fina que el polvo de perlas y algas suaves. Con reverencia y tristeza, depositaron a la pequeña en su nuevo santuario.

— Así será, mi señor.— Le prometió la Nereida.

Galatea, tomó a la pequeña, que era poco más que un puñado de vida, envuelta en un velo de algas bioluminiscente. Sus pequeños dedos se aferraron al velo, un instinto inocente que desgarró el corazón de sus padres. Observó cómo las Nereidas se alejaban, llevando consigo a su hija, la más preciada de sus tesoros.
Por su parte la reina del mar su cuerpo se le tensó, cada músculo gritando por detenerlas, por aferrarse a su hija y no soltarla jamás. Pero sus manos, sus fuertes y regias manos, permanecieron inertes, como si estuvieran atadas por cadenas invisibles. La voluntad de los dioses, y la cruel necesidad de la profecía, eran más fuertes que el instinto maternal más profundo.
La figura de la pequeña se hacía cada vez más diminuta, perdiéndose en la oscuridad abisal, hasta que solo quedó el eco de su lamento y la promesa de una vida oculta.
El viaje fue largo, a través de abismos donde las criaturas marinas más extrañas se ocultaban, por pasajes submarinos que pocos conocían. Mientras las Nereidas nadaban, la cueva de las Mareas se acercaba. Era un lugar mágico, donde las aguas brillaban con un resplandor etéreo y las criaturas marinas danzaban en armonía. Allí, la pequeña crecería, ajena a la profecía que la rodeaba, pero siempre bajo la atenta mirada de Galatea y sus hermanas.
Dentro, el silencio era casi absoluto, roto solo por el susurro constante de las corrientes lejanas y el tenue brillo de las rocas cubiertas de líquenes marinos. Las Nereidas dispusieron un lecho de arena más fina que el polvo de perlas y algas suaves. Con reverencia y tristeza, depositaron a la pequeña en su nuevo santuario.




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