Thalassa | La perdición de los dioses |

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Las corrientes de la cueva habían sido la nana de la pequeña princesa del mar durante quince años. Conocía cada recoveco iluminado por las gemas marinas, cada colonia de coral que palpitaba con luz propia, cada rostro amable de las Nereidas que la habían criado. Sabía sus cantos de memoria, sus historias de las olas danzantes y los monstruos abisales. Pero lo que no conocía, lo que ardía en su interior como una perla al sol, era el mundo más allá de la cortina de algas.

Sus cuidadoras, aunque cariñosas, eran firmes. La entrada era un límite infranqueable, un recordatorio constante de la profecía que la mantenía prisionera por su propia seguridad y la del mundo. Le contaban historias del sol deslumbrante, del aire que llenaba los pulmones de una forma diferente al agua, de las islas esmeralda que salpicaban la superficie. Historias que solo avivaban su curiosidad, transformando la necesidad en un anhelo casi físico.

La joven había heredado la astucia de su padre y la determinación silenciosa de su madre. Observaba a sus guardianas, estudiaba sus rutinas, notaba los momentos en que su atención se desviaba hacia alguna criatura marina particularmente fascinante o cuando se sumían en la melancolía de un canto lejano. Pacientemente, urdió un plan.

Durante días, fingió un desinterés inusual por las historias del exterior, concentrándose en cambio en aprender los intrincados patrones de las mareas dentro de la cueva. Preguntaba sobre las corrientes cercanas a la entrada, simulando una curiosidad puramente académica. Las Nereidas, creyendo que su niña finalmente encontraba consuelo en los misterios de su hogar, bajaron ligeramente la guardia.

La noche elegida, cuando la luna llena proyectaba un tenue brillo azul a través de las grietas de la roca, la princesa puso su plan en marcha. Con movimientos suaves y silenciosos, se deslizó de su lecho de arena. Imitando los movimientos de una anguila escurridiza, nadó por los pasajes menos transitados, evitando los puntos de luz donde sus guardianas solían reunirse.
Al llegar cerca de la cortina de algas, notó que solo dos Nereidas montaban guardia, susurrando sobre una concha parlante que habían encontrado. Era su oportunidad. Con una ráfaga de velocidad sorprendente, impulsada por años de anhelo contenido, nadó hacia la entrada. Antes de que las Nereidas pudieran reaccionar, se deslizó entre las algas, sintiendo el cambio sutil en la presión del agua, la promesa de un mundo diferente.

Una vez fuera, la oscuridad era más densa de lo que imaginaba, pero no la asustó. Nadó hacia arriba con determinación, guiada por un instinto primario hacia la superficie. El agua se volvía más ligera, más cálida. Y entonces, con una bocanada de aire jadeante, emergió.
El cielo era un manto negro salpicado de incontables estrellas brillantes, un espectáculo que la dejó sin aliento. La luna, grande y plateada, iluminaba las suaves olas que la mecían. Era hermoso, infinitamente más hermoso que cualquier historia.

Pero su asombro se vio interrumpido por una presencia. En una roca cercana, la figura imponente de un hombre estaba sentada, observando el mar. Su armadura oscura brillaba a la luz de la luna, y un aura de poder crudo emanaba de él. La mas joven descendiente del dios del mar lo reconoció al instante por las historias susurradas por las Nereidas: Ares, el temido dios de la guerra.

Nacido de la ira de Hera y la astucia de Zeus, Ares era la personificación del conflicto, un dios forjado en el fragor de la batalla.

Su hogar era el campo de guerra, su respiración el polvo de la contienda, su música el choque del acero y los gritos de los moribundos. No conocía la paz, ni la buscaba. Su deleite residía en la estrategia brutal, la fuerza cruda y la victoria. A menudo se le veía blandiendo su espada ensangrentada, con su armadura oscura teñida de la misma furia que emanaba de su ser.
Las diosas del Olimpo, aunque muchas lo encontraban irresistible en su cruda masculinidad, también lo temían por su temperamento volátil y su incapacidad para la sutileza.

Ares era un dios sin anclas emocionales. Las batallas llenaban sus días, pero no su alma. Había conquistado innumerables reinos mortales, derrocado incontables ejércitos, pero al final del día, regresaba al Olimpo con una sensación de vacío, una sed insaciable que ninguna victoria podía aplacar. Ansiaba un desafío que fuera más allá del simple derramamiento de sangre, una pasión que lo consumiera de una manera diferente. Era un dios poderoso, sí, pero también solitario en su propia brutalidad.

Aquella noche en particular, había descendido del Olimpo impulsado por una inquietud persistente, una sensación de que algo le faltaba, a pesar de sus recientes "victorias" en el mundo mortal. El bullir constante de las intrigas olímpicas, las eternas disputas entre los dioses, y la superficialidad de sus propias conquistas lo habían agotado.

Buscaba la soledad, un lugar donde el fragor de la guerra no lo alcanzara, ni la falsedad de las sonrisas divinas lo atormentara. La roca solitaria en medio del mar, bañada por la luz de la luna, le pareció un refugio. A menudo, en sus momentos de hastío, Ares se retiraba a lugares apartados de la tierra o el mar, buscando un respiro de la eterna contienda que definía su existencia. Observaba el inmenso e inmutable océano, una fuerza tan poderosa como él, pero que operaba con una calma y un ritmo que él no conocía.
No había esperado encontrar a nadie. Solo el silencio, la brisa salina, y la vasta extensión del cosmos para reflexionar sobre su propia y vacía eternidad.

Él no la había notado aún. La joven princesa sintió un impulso de esconderse, de regresar a la seguridad de la cueva. Pero la curiosidad, una fuerza tan poderosa como cualquier mandato divino, la mantuvo flotando en la superficie.

Entonces, La deidad masculina giró su cabeza. Sus ojos, feroces y acostumbrados a la batalla, se posaron en ella. Por un instante, ella temió por su vida. Pero en lugar de furia o desprecio, vio algo completamente inesperado: asombro.




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