Thalassa | La perdición de los dioses |

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Las frías aguas de la cueva, siempre un refugio, ahora se sentían como una celda para Thalassa. Aunque se deslizó entre las algas a tiempo, invisible para las atentas Nereidas, su corazón no hallaba el consuelo familiar del hogar. En cambio, flotaba ingrávido en la superficie, bajo la inmensidad estrellada, donde la imagen de Ares se había grabado a fuego en su mente.

No había un atisbo de miedo en su recuerdo del dios. La palabra “miedo” era demasiado pequeña para lo que había sentido. Ares, el dios de la guerra, cuya reputación brutal resonaba incluso en las profundidades abisales, la había desarmado con una mirada de asombro. No había visto la ferocidad esperada, sino una sorpresa que había encendido en ella una punzada de curiosidad, un anhelo de desentrañar el misterio que se ocultaba tras aquella imponente figura.

Los días siguientes fueron una tortura de disimulo. La joven diosa se movía con la gracia habitual de las doncellas del mar, participando en los juegos de luces con los peces más pequeños, escuchando las viejas leyendas de las Nereidas e incluso tejiendo conchas con una concentración fingida. Pero bajo esa superficie de calma, su mente hervía con un único propósito: volver a ese mundo que anhelaba conocer. Cada atardecer, cuando la luz se desvanecía en el exterior, sus ojos se posaban en la cortina de algas, anhelando la libertad de la superficie.

La segunda fuga fue más difícil que la primera. Las Nereidas, quizás inconscientemente, habían reforzado su vigilancia tras el sutil cambio en el semblante de la pequeña. Los patrones de las mareas, la disposición de las rocas, todo fue analizado con meticulosa paciencia. La hermosa joven esperó, su determinación creciendo con cada hora de espera.

Finalmente, la oportunidad se presentó. Una noche, una tormenta lejana agitó las aguas superficiales, distrayendo la atención de sus guardianas con las corrientes inusuales. Thalassa se lanzó. El agua era más turbulenta de lo habitual, pero eso solo la impulsó más rápido. Ascendió con una velocidad sorprendente, su corazón latiéndole con la emoción de la aventura.

Al emerger, el aire estaba cargado con la promesa de lluvia. Las olas rompían con más fuerza contra las rocas, y el cielo estaba cubierto de nubes, apenas dejando ver las estrellas. Pero allí estaba. En la misma roca donde lo había visto por primera vez, Ares esperaba.

Su armadura oscura parecía aún más imponente bajo el cielo tormentoso. Estaba inmóvil, observando el punto exacto donde ella había aparecido días atrás. La visión de él, esperándola, envió una punzada de asombro a la chica. La había seguido. La había esperado.

Los ojos de Ares se encontraron con los suyos al instante. Esta vez, no había sorpresa en su rostro, sino una quietud intensa, casi febril. La bestia de la guerra parecía contenida, domesticada por la expectativa. En su mirada, Thalassa leyó el reconocimiento y un anhelo que, de alguna manera, se reflejaba en su propio corazón.

Ares no dijo nada. No necesitaba hacerlo. Su presencia, su espera, lo decían todo. Thalassa tampoco pudo hablar. Solo se acercó a la roca, impulsada por una fuerza invisible, sabiendo que el encuentro, esta vez, sería diferente. El destino, que había intentado encerrarla, ahora la empujaba directamente hacia el dios más temido del Olimpo.
Thalassa, impulsada por una curiosidad que superaba cualquier precaución, se deslizó del agua y se sentó en la roca junto a Ares. El aire de la tormenta incipiente zumbaba a su alrededor, pero la cercanía del dios de la guerra la envolvía en un aura extraña de calma. Él no era como las Nereidas, suaves y etéreas; su presencia era sólida, poderosa, y para ella, completamente nueva.

Ares se volvió hacia ella, y sus ojos, que normalmente brillaban con la furia del combate, estaban ahora llenos de una expectación casi infantil.

—Eres real —murmuró, como si aún no pudiera creerlo—. Te he esperado cada noche desde que te vi. Dime, ¿quién eres? ¿De dónde vienes? Nunca antes he visto una belleza como la tuya en todo el Olimpo, ni en la tierra, ni en el mar —.

Las preguntas brotaban de él como un torrente, su voz ronca con el anhelo. Quería saberlo todo: su nombre, su historia, el misterio de su aparición. Thalassa lo escuchaba, absorta en la riqueza de sus palabras, en la emoción que vibraba en cada una de sus preguntas. Abrió la boca para responder, pero, de nuevo, las palabras se le negaron. Era como si su lengua se hubiera olvidado de su función, atada por la costumbre del silencio en su profundo hogar.
Entonces, de forma instintiva, dejó que su voz se elevara en un canto. No era el arrullo melancólico de la vez anterior, sino una melodía más compleja, una sinfonía de notas que hablaban de la profundidad del océano, del misterio de las cuevas, de la soledad y el anhelo. Era su historia, tejida en sonidos, una respuesta a cada una de sus preguntas.

Ares cerró los ojos por un instante, la melodía fluyendo a través de él, embriagándolo de nuevo. Era más potente que cualquier vino, más seductor que cualquier victoria. Cuando los abrió, sus ojos estaban vidriantes, pero su determinación no había flaqueado.

—Permíteme —le suplicó, extendiendo su mano fuerte y callosa—. Solo un toque. Para saber que eres de carne y hueso, y no un sueño—.

La chica dudó apenas un instante. Luego, con una lentitud deliberada, extendió su propia mano, pequeña y delicada. Los dedos de Ares se cerraron alrededor de los suyos, un contraste de fuerza y fragilidad. El contacto envió una punzada extraña a través de ella, una electricidad que nunca había sentido.
Ares, con su mano aún entrelazada con la suya, comenzó a hablar de nuevo, su voz ahora más suave, casi íntima.

—Te he esperado, sí. Cada noche, desde que te vi, he vuelto a esta roca. No podía sacarte de mi mente —. Señaló el cielo cubierto de nubes—. Normalmente, las estrellas me guían. Conozco sus constelaciones, cómo usarlas para ubicarme, para encontrar mi camino en la oscuridad. Pero desde que te vi, eres tú quien ilumina mi noche—.




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