La deidad del mar, regresó a la cueva con el corazón latiéndole como el aleteo de un pez atrapado. La caricia de la mano de Ares, el sonido de su voz al hablar de las estrellas, la promesa tácita de su regreso; todo se arremolinaba en su mente. La cueva, su hogar de siempre, ahora le parecía más pequeña, más constrictiva. Cada día era un ejercicio de paciencia, una espera ansiosa por la próxima tormenta, la siguiente distracción de las Nereidas que le permitiera deslizarse al mundo exterior.
Los encuentro entre la mas joven de los hijos del dios del mar y el enamorado dios de la guerra continuaron, no solo limitándose a conversar sobre aquella roca, sino sumando el atrevimiento de nadar a la orilla y caminar por la arena. Permitiéndole a la princesa del mar conocer aun mas el mundo exterior que la maravillaba, así como envolviendo aun mas al dios, quien en cada ocasión ansiaba tener todo de ella.
Hubo una noche, un breve e inolvidable encuentro, dónde las nubes de tormenta de la noche anterior se habían disipado, dejando un cielo de terciopelo salpicado de estrellas y una luna llena plateada que bañaba la playa desierta en un halo etéreo. La joven princesa del mar, había emergido de las profundidades con la emoción de lo prohibido, nadando hacia la misma roca donde lo había encontrado.
Ares ya la esperaba. Al verla, sus ojos, que normalmente brillaban con la fiereza de la batalla, se suavizaron con una ternura casi reverente. Se deslizó de la roca y se unió a ella en las aguas poco profundas de la orilla, sus armaduras y armas dejadas a un lado, una imagen tan despojada de su poder que la diosa marina apenas lo reconocía.
Nadaron juntos en las aguas templadas, bajo la luz de la luna. Él se movía con una gracia sorprendente para un dios de la guerra, sus movimientos potentes pero controlados. La princesa marina, libre de las restricciones de su cueva y de la mirada juzgadora de los dioses, sentía el salitre en su piel, el aire en sus pulmones de una manera que nunca había experimentado.
Ares la miraba, sus ojos fijos en la perfección de su rostro bajo la luna.
— Eres el ser mas hermoso que he podido contemplar, más hermosa de lo que cualquier dios o mortal podría imaginar. Estar contigo aquí, bajo las estrellas, es... es como una tregua en la guerra que es mi vida.
Le habló del mundo, un torrente de palabras que ella bebía con avidez. Le contó sobre los picos nevados que arañaban los cielos, sobre los vastos desiertos donde el sol quemaba la arena, incluso sobre los bosques antiguos donde los árboles susurraban secretos de eras pasadas. Le habló de las ciudades bulliciosas llenas de vida, de la risa de los niños y del amor de los mortales.
— Hay tantas maravillas —, le decía, mientras sus manos, grandes y fuertes, apenas rozaban el agua cerca de ella. — Paisajes que te robarían el aliento, criaturas de leyenda, culturas milenarias. Deseo, con cada fibra de mi ser, llevarte a conocer cada una de ellas. Recorrer el mundo a tu lado.
Se detuvo, mirándola con una intensidad que la hacía temblar. — El cosmos es inmenso, y lleno de infinitas posibilidades. Y tú, amada mía, eres la posibilidad más grande de todas. Te llenaré de ilusiones, de sueños, de todo lo que este mundo tiene para ofrecerte. Solo tienes que aceptar mi mano y el mundo será tuyo.
Ella lo escuchaba, el corazón desbocado. La visión de un mundo más allá de su cueva, de la mano de un dios que la miraba con tal devoción, la llenó de una ilusión deslumbrante. El océano, su hogar, siempre había sido su refugio, pero Ares le ofrecía el universo.
Una mañana después de su ameno encuentro, en la cima del Monte Olimpo, el aire vibraba con la inusual euforia de Ares. El dios de la guerra, conocido por su temperamento volátil y su constante búsqueda de conflicto, irradiaba una calma y una alegría que desconcertaron a todos los que lo conocían. Incapaz de contener su emoción, Ares se dirigió directamente al trono de su padre.
— Padre Zeus —, tronó Ares, su voz sorprendentemente menos belicosa de lo habitual. — He tomado una decisión. Una decisión que me llena de una alegría sin igual y que deseo compartir contigo. Deseo casarme.
Zeus, recostado en su trono de nubes, entrecerró los ojos. Matrimonio no era una palabra que asociara a menudo con su hijo más rebelde. Su primera y obvia suposición fue la más lógica.
— ¿Casarte, Ares? ¿Con quién, si no con Afrodita? Aunque tu relación con ella ha sido... complicada, sabes que no apruebo tu continua... indiscreción, sin mencionar que ella aún se encuentra casada con Hefesto —. Ares se irguió, un matiz de impaciencia cruzando su rostro.
Su relación tormentosa con Afrodita, la diosa de la belleza, era una pasión ardiente y destructiva, marcada por celos, engaños y confrontaciones públicas, que si bien le ofrecía cierto placer, carecía de cualquier conexión profunda o significado verdadero. Las escaramuzas con Hefesto, el esposo de Afrodita, eran legendarias, una fuente constante de humillación y entretenimiento para el resto de los dioses.
— No, Padre. No se trata de Afrodita. Se trata de alguien más. Alguien que... acaba de aparecer en mi vida, pero que arraso todo a su paso. Es la criatura más hermosa que mis ojos jamás han contemplado, una belleza que eclipsa incluso a las propias diosas del Olimpo. Su presencia ha transformado mi mundo.
Zeus arqueó una ceja, intrigado y escéptico a partes iguales. ¿Una belleza que eclipsaba a las diosas? Era una afirmación audaz, viniendo de Ares, cuya pasión por la diosa del amor y la belleza era bien conocida.
— ¿Alguien más, dices? ¿Y quién es esta mortal, o ninfa, o lo que sea, que ha cautivado tanto a mi hijo más guerrero como para desear sentar cabeza? Dime su nombre —. Ares vaciló. No conocía el verdadero nombre de su amor. Sólo su canto, su presencia y el acumulo de sensaciones que estos le provocaban.
— Aún no sé su nombre, Padre. Pero te aseguro que es real, y es incomparable, tanto que no podrías entender—.