Thalassa | La perdición de los dioses |

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La pequeña diosa no tuvo tiempo de asimilar la propuesta de Ares, ni de responder al ruego que el dios de la guerra le había hecho. Un trueno ensordecedor, que no venía de la tormenta, rasgó el cielo. La majestuosa figura de un águila dorada se cernió sobre ellos, transformándose en un instante en la imponente presencia de Zeus, el dios del rayo. La joven lo miró, sus ojos azules fijos en el rey de los dioses, su atención cautivada por la inmensidad de su poder. Ares, por su parte, se levantó con un respeto forzado, un brillo de desafío en su mirada.

Pero el espectáculo no duró mucho. El mar, de repente, se agitó con una furia antinatural. Una ola gigantesca se levantó, no con el ritmo de la tormenta, sino con una fuerza deliberada, como si el mismo océano hubiera despertado en cólera. El rugido de la marea ahogó cualquier sonido, y un torbellino se formó a poca distancia de la orilla.

De las profundidades emergieron dos figuras. Una era la ágil Galatea, su rostro contraído por la angustia y el alivio de haberla encontrado. La otra, una silueta colosal y poderosa que emanaba la fuerza inmensa de las aguas, era Poseidón, el rey del mar, con su tridente reluciente. Su furia era una marea palpable que envolvió la pequeña roca.

Los ojos de Poseidón se clavaron en su hija, luego en Ares, y finalmente, en Zeus. La furia en su rostro era la de un padre traicionado.

— ¡Hija!—, bramó su voz, que resonó en el aire como un golpe de trueno. — Vuelve a casa, ahora mismo.

— ¿Tu hija?.— Pregunto el Rey de los dioses, aun absorto.

Antes de que Thalassa pudiera moverse, Ares se interpuso. — Espera, Poseidón—, dijo, su voz tensa. — Tu hija y yo...

Pero Poseidón lo interrumpió con un gesto del tridente que levantó aún más las olas. — ¡Mi hija no es de tu incumbencia, Ares! Y tú, Zeus, ¿Qué haces espiando y fomentando esta insensatez?.

Zeus, quien aún estaba bajo el influjo de la belleza de la hermosa chica, logró sacudirse el hechizo lo suficiente para responder. — Hermano, solo vine a ver a la mujer que ha cautivado a Ares. Y debo decir, su belleza es... inigualable. Tal vez el destino deba seguir su curso.

Poseidón soltó una risa amarga. — ¡El destino! Tú, que te crees tejedor de destinos, sabes bien de qué profecía hablo. ¡Esta niña es la perdición de todos los que la miren, Zeus! Y tú, Ares, eres el primero en caer en su hechizo. Debo llevarla de regreso a donde pertenece, donde su belleza no pueda dañar a nadie, ni siquiera a los dioses.

Mientras el clamor de los dioses llenaba el aire, Poseidón extendió una mano hacia Thalassa. Las Nereidas, que ahora se habían reunido alrededor de su rey, crearon un remolino de agua a su alrededor, arrastrándola suavemente lejos de la roca, de Ares, y del asombro de Zeus. La joven diosa marina miró atrás, con los ojos llenos de súplica y la boca abierta en un grito silencioso, mientras la oscuridad de las profundidades la reclamaba una vez más. Ares tendió una mano hacia ella, pero el poder de Poseidón era absoluto en su dominio.

(...)

De vuelta en las profundidades del palacio de nácar, la atmósfera era densa con la frustración y la preocupación de Poseidón. Las Nereidas, incluyendo a una pálida Galatea, se movían con solemnidad, conscientes de la gravedad de la situación. Poseidón tomó a Thalassa y la llevó a sus aposentos privados, un lugar donde el silencio era solo roto por el suave murmullo de las corrientes lejanas.

— Hija —, comenzó Poseidón, su voz resonando con una autoridad que rara vez usaba con ella. — Lo que has hecho es... imprudente. Peligroso. Te he protegido de esto por tu propio bien, por el bien de todos.

Thalassa, aunque aún sacudida por el encuentro y la presencia de Zeus, se mantuvo firme.

— Padre, ¿por qué? ¿Por qué me mantenéis prisionera? ¿Qué hay de malo en mí? ¿Por qué no puedo conocer el mundo que me negáis?.

Poseidón suspiró, un sonido que parecía agitar las aguas del palacio. Se sentó en un trono de coral, y su hija flotó frente a él, sus ojos azules fijos en los suyos. — Hija mía, eres la más hermosa de todas las creaciones, una belleza sin par. Pero esa belleza... lleva consigo una profecía sombría. Las Moiras, las tejedoras del destino, predijeron que tu fulgor arrastraría a la perdición a todos los que osaran mirarte, un cataclismo nacido de la admiración.

Sus palabras resonaron en el silencio. — Fuiste enviada a esa cueva, resguardada por las Nereidas, no como un castigo, sino como una protección. Una protección para ti, de un destino que no puedes controlar, y una protección para el mundo, de la destrucción que tu propia belleza podría traer. Es por eso que te mantuve oculta. Fue la decisión más dolorosa que he tomado como padre, pero la única para mantenerte a salvo y preservar el equilibrio del cosmos.

Las palabras de su padre cayeron sobre la joven, no como una reprimenda, sino como un peso inmenso. Comprendió el dolor de la decisión, la agonía que debió haber sentido su padre al separarse de ella. La ira se disipó, reemplazada por una profunda tristeza y una nueva comprensión del inmenso peso que cargaba sobre sus hombros.

— El dolor de no tenerte conmigo, no verte crecer ha calado hasta lo mas profundo de mi ser.

— Papa...— La pequeña fue hasta los brazos de su padre para ser envuelta en un reconfortante abrazo.

Las puertas de la sala del trono se abrieron con vehemencia dejando ver la figura agitada de la reina del mar, Anfitrite con devoción y desesperación , se acerco a su hija estrechándola entre sus brazos, uniéndose los tres en ese tan esperado abrazo.

— Hija mía—, su sollozo audible, — No imaginas cuanto te había esperado.

Tres almas que habian sido separadas, se encontraban por fin envueltas en la emoción y la calidez del reencuentro.

(...)

Mientras tanto, en el monte Olimpo, la atmósfera era tensa. Ares, furioso por la intervención de Poseidón, confrontó a Zeus con una vehemencia pocas veces vista.




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