Ishnofel observó desde las sombras. La luz tenue de la luna delineaba su silueta, proyectando su figura sobre las ruinas y las hojas agitadas por el viento. Su mirada se fijó en la casa de Ruwi, donde el débil resplandor de las antorchas iluminaba las siluetas de los enviados de Jesús. El entrenamiento era rudimentario; cada movimiento, torpe y predecible.
—Pobres ilusos… creen que una espada los salvará —susurró con una sonrisa de desprecio.
Pero algo lo detuvo. Los ojos de Ruwi… ese color le recordó a su esposa y a su hijo fallecidos. Un destello de memoria cruzó su mente como un relámpago en la oscuridad, pero no tuvo tiempo de explorar ese pensamiento.
La aparición de Liz lo sacudió como un golpe al pecho.
Su respiración se tornó errática. Su piel se tensó como si su propia ira hirviera dentro de él.
—¿Liz tuvo un hijo…? ¿Ese bastardo es mi sobrino? —masculló entre dientes, apretando los puños hasta que sus nudillos se volvieron blancos.
Sin contenerse más, Ishnofel alzó su brazo con furia y con un solo golpe destruyó la puerta de la casa de Ruwi. La madera explotó en astillas, el estruendo resonando como un trueno. El viento arrastró el polvo del impacto, y su figura emergió de entre la bruma como un demonio salido del infierno.
Camila sintió el escalofrío recorrerle la espalda al reconocerlo. Su rostro se desfiguró por la rabia y el dolor.
—¡Él es el que asesinó a mis abuelos! —gritó con una furia incontenible.
César se adelantó de inmediato, su cuerpo interponiéndose entre Ishnofel y los jóvenes. Sus ojos estaban fijos en el enemigo, pero su voz sonó tranquila y firme.
—Liz, llévalos a un lugar seguro. Yo me encargaré de este demonio. — Dijo César con seriedad
—¡No vamos a dejarte solo! —protestó Ruwi, con la voz temblorosa.
Daniel, con su espada temblorosa en la mano, se plantó al lado de su amigo.
—Somos seis contra él —dijo con determinación.
—¡Voy a vengar a mis abuelos! —gritó Camila, con los ojos ardiendo de ira.
Rosenda le tomó el hombro con firmeza.
—¡Te venceremos! — Gritó Rosenda con convicción
César los miró con severidad, pero luego sonrió con calma.
—No se preocupen, volveré. Confíen en mí. - Sonrió César con confianza
Los chicos dudaron, pero el aura de César les infundió una confianza extraña. Liz, aunque preocupada, asintió y los guió fuera de la casa, dejando a César frente a Ishnofel.
El demonio esbozó una sonrisa torcida.
—Nos volvemos a encontrar, César. Cuando te dejé, eras solo un alumno del montón. Ahora soy el maestro. — Explica Ishnofel con orgullo.
César giró su espada con fluidez y la sostuvo con seguridad.
—Eres un maestro de mal alumno. Tu odio te consume. — Habló César con la espada lista
Ishnofel echó la cabeza hacia atrás y rio.
—No debiste regresar, anciano. Te arrepentirás. — Comentó Ishnofel con malicia
De un solo paso, Ishnofel cerró la distancia y desenvainó su espada con una velocidad mortal. La hoja surcó el aire con un silbido feroz.
César reaccionó al instante. Bloqueó el golpe con precisión, el choque del metal resonando con un eco cortante. Chispas saltaron de sus espadas, iluminando la penumbra de la casa.
Ishnofel presionó con fuerza, empujándolo hacia atrás. César apenas pudo resistir, pero en lugar de mostrar miedo, sonrió.
—Veo que sigues peleando con rabia en vez de técnica. — Dijo César esquivando el ataque del demonio Humano
—¡Cállate! —gruñó Ishnofel, lanzando un tajo horizontal.
César esquivó por un pelo, inclinando su cuerpo con gracia. Giró sobre su propio eje y lanzó una estocada directa al pecho de Ishnofel, pero este se movió con reflejos sobrehumanos, bloqueando con facilidad.
El combate se intensificó. Cada golpe era un destello de luz reflejado en las hojas de acero. Ishnofel atacaba con brutalidad, su fuerza casi inhumana sacudiendo los brazos de César con cada impacto.
El veterano guerrero mantenía la compostura, esquivando y contraatacando con precisión. Era una danza de muerte, una batalla entre la furia desatada y la técnica refinada.
Pero Ishnofel era astuto. Esperó el momento justo.
Aprovechó un instante de vulnerabilidad, un resquicio en la defensa de César.
Con un giro inesperado, Ishnofel desvió la espada de su oponente y, en un solo movimiento, hundió su hoja en el pecho de César.
El sonido del acero atravesando la carne resonó en la casa como un trueno.
César jadeó, sus ojos abriéndose de par en par por la sorpresa y el dolor.
El aire abandonó sus pulmones con un estertor ahogado.
Su espada resbaló de sus dedos.
La sangre comenzó a manar de la herida, oscura y caliente, empapando su ropa.
Ishnofel lo sostuvo en su lugar por un momento, disfrutando la escena con una cruel satisfacción. Luego retiró su espada con un tirón violento, dejando que César cayera pesadamente al suelo.
—Patético… —susurró Ishnofel, girando sobre sus talones para marcharse.
Los jóvenes entraron corriendo, esperanzados… pero al ver a César en el suelo, su mundo se detuvo.
Liz corrió hacia él, cayendo de rodillas, sus manos temblorosas presionando la herida de su amado.
—No, no, no… César… —susurró, sus ojos inundados de lágrimas.
César abrió los ojos con esfuerzo, su respiración entrecortada.
—Liz… mi amor… mi hora se acerca… Te amo… —susurró, con una débil sonrisa.
Liz sollozó y lo besó, sus lágrimas mezclándose con la sangre.
Ruwi observó la escena con un nudo en la garganta. Todo era su culpa. Se giró y corrió a su habitación, sintiendo el peso del mundo sobre sus hombros.
Liz lo encontró minutos después, abrazado a sí mismo, su cuerpo sacudido por los sollozos.
—Soy el culpable…Si no hubiera nacido, mis padres… César… —susurró Ruwi con ojos llorosos
Liz se arrodilló a su lado y lo abrazó con fuerza.
—No digas eso, amor mío. Tus padres estarían orgullosos de ti. — Dijo Liz besándolo en la frente
Editado: 27.03.2025