The Evilest

El demonio sonriente

Siempre he creído que los demonios distan mucho de la imagen que viene a nuestras cabezas cuando pensamos en ellos. Se presentan de muchas maneras, ansiedad, soledad, depresión, pensamientos suicidas, violencia injustificada, relaciones tóxicas... Ellos están ahí, esperando devorarnos. Al menos eso creía.

 

Jueves 25 de octubre.

 

La mancha de sangre se extendía desde el borde cama hasta el corredor y de ahí hacia la estancia. Sangre roja y fresca que salía a borbotones de mi cuello cercenado. Aun con ambas manos no era capaz de detener la hemorragia. Delante de mí un sonriente hombre desconocido observaba con atención. Desperté a eso de las dos de la madrugada.

 

—Camila, no te ves nada bien...

—Gracias por el cumplido, es justo lo que nos gusta escuchar las chicas por las mañanas...

—Lo siento, pero es verdad, ¿no dormiste como se debe?

—No, me quedé hasta tarde revisando unos textos y después tuve una pesadilla...

—¡Oh! ¿Qué soñaste? Me encantan los sueños, ¿sabes?

—Si... Ya me lo habías dicho... Pero no tengo deseos de recordarlo mientras como un emparedado de mermelada de fresa, así que te lo contaré luego, ¿ok?

—Vale. Bueno, debo irme, iremos a pescar al río Cierra, ¿por qué no vienes con nosotros?

—¿Pescar? Nop, pero gracias por la invitación.

—¡Tú te lo pierdes! Aunque debo decirlo, no has salido del hostal desde que llegaste, ve a tomar aire.

—Lo haré, lo haré... Ve, diviértete.

Fernando, era unos cuatro años menor que mí y bastante apuesto, aunque era casi un niño. Había venido a pasar una semana junto a su padre y madrastra. No es que deteste la pesca, pero realmente no deseaba salir. No estaba de buen humor después de aquella pesadilla.

El hostal era viejo, muy viejo. Todo en él crujía de manera extraña y estaba adornado de manera anticuada. Había sido construido por los abuelos de los abuelos del actual propietario, no era un lujo, pero era lo que mi salario como editora podía costear. Mi habitación estaba en el segundo piso, al fondo. Desde las espaciosas ventanas podía contemplar buena parte del río y las montañas nevadas. Mi plan era sencillo: Darme una ducha, beber una píldora de citalopram con un vaso de whisky y dormir lo que quedaba del día.

El agua fría empezó a caer sobre mi cuerpo desnudo. En cierto punto me detuve a observar mis cicatrices. Tenía muchas, la más grande estaba en mi costado derecho, de casi veinte centímetro. No me gustaba verme de esa manera, sin embargo ese era mi cuerpo. Tomé la toalla para secar mi cabello y decidí sacar mi medicamento del mueble que estaba justo a mi cama. Al levantar la cabeza, frente a un gran espejo, ahí estaba, como en el sueño: un enorme corte justo en mi garganta y una larga mancha de sangre desde mi cuello hasta el suelo bajo mis pies. Antes de poder gritar, entre un parpadeo y otro, el corte, la sangre, todo había desaparecido. Caí al suelo de inmediato. El citalopram en esa ocasión se fue con dos vasos de whisky.

 

—¿Señorita Camila, está ahí? —dijo alguien tocando la puerta.

—Si, ¿qué sucede?

—Le informo que la cena está lista si desea bajar a comer con el resto, si gusta comer sola puedo traerla aquí.

—De acuerdo, ya bajo... Creo que dormí todo el día, ¿qué hora es ya?

—Son las siete de la noche, señorita.

—Hilda, gracias. Bajo en seguida.

En el comedor estaban todos los huéspedes este lugar. Eran siete personas incluyendo, junto al personal, hacíamos un total de doce personas. Doce personas alejadas por muchos kilómetros de pueblo más cercano. Todos conversaban de manera alegre y amena, yo también participaba, pero de forma mecánica, autómata. Nunca fui buena para relacionarme, desde antes del accidente. Un momento el sueño se apoderó de mí, justo cuando Fernando comenzaba a contarlos sobre lo que pescaron en el río. Mis ojos se cerraron, me pesaban mucho. Al abrirlos, no pude gritar siquiera. Todos en la mesa estaban muertos.

Unos tenían disparos en el cuerpo, otros tenían marcas de cortes profundos con arma blanca. Fernando estaba prácticamente decapitado. No pude ver mi estado, no sabía si yo también estaba herida. Antes de eso, Hilda me tocó el hombro y desperté.

 

—Señorita, se quedó dormida.




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