DAVID

—¿Adónde vas tan apurado? —la voz de mi madre me frenó en seco. Su tono no era imperativo ni mucho menos de furia; tan sólo era el de una madre preocupada por su hijo de dieciséis años.
—¿Hasta cuándo debo darte explicaciones? —respondí, agobiado.
—Eso nunca pasará hasta que no cumplas veinte —me retrucó, guiándome el ojo y alentándome a continuar.
—A una conferencia —le dije, sin agregar más detalles al respecto.
—Entre tus salidas a la feria de ciencia y tus citas con Sophie no tienes nunca tiempo para la escuela —me reprendió.
—Despreocúpate; eso ya no me molestará más —le aseguré, sin darle a entender que si se trataba de mi ex novia o de la ciencia, aunque supuse que lo presumió.
Me despidió con un beso en cada mejilla y me extendió un oscuro paraguas y algo de dinero. Le agradecí por todo y le prometí que llegaría a tiempo para cenar. El reloj aún no había dado las diez de la mañana, por lo que mi comentario despertó su curiosidad, mas no se atrevió a interrogarme al respecto.
Ya en la parada del autobús, desdoblé un panfleto que había impreso con la información y palpé mi bolsillo para comprobar que mis mil dólares aún seguían allí. La brusca frenada del colectivero levantó un poco de agua de un charco, la cual empapó mi cabello. Me subí al vehículo en silencio y conecté mis auriculares, en un intento por aislarme del mundo exterior.
El viaje fue corto pero placentero. Los edificios se alzaban sobre las calles, acogiendo a cientos de mortales que vivían ensimismados en su propia vida. Comprobé por última vez el horario y me permití comprarme un emparedado y un refresco para tomar energía.
Luego de la apetitosa comida, me dirigí a paso raudo hacia mi destino. Al llegar me sentí algo intimidado por el inmenso edificio que se alzaba sobre mi cabeza, dejando evidencia de que aquella ella la Universidad más avanzada de la época. Me interné por los pasillos hasta encontrarme con el conserje quien, al parecer, no estaba de humor para preguntas.
—¿Quiere usted ver la nueva invención del Doctor Edward? Me temo que su reloj se le ha adelantado cuatro horas —bromeó, para luego añadir:— ¿Acaso tú no deberías estar en la escuela?
Haciendo caso omiso a su comentario burlesco, insistí una vez más en preguntar.
—¿Me podría decir dónde debo esperar? —inquirí, algo fastidiado.
—En la sala de espera, por supuesto. Anúnciese ante nuestra secretaria para evitar perder su turno. Se nota que desde pequeño le han inculcado el volverse ahorrativo —volvió a bromear.
Y eso hice. Permanecí con paciencia en mi lugar, con temor a que alguien me lo quitara y comencé a investigar acerca del famoso invento que presenciaría en unas horas. No me fue difícil hackear el Wi-fi y conectarme a la red. Una vez allí, me encontré con un extenso artículo que así versaba:
«LA FÁBRICA DE CLONES DEL PROFESOR HELLING ES UN HECHO
Tras el fenomenal éxito alcanzado por el Doctor Helling en su exposición ante la comunidad científica, su sueño se perfila a convertirse en realidad, sobre todo desde que el multimillonario Arthur Midas le ofreciera cinco millones de dólares para firmar un contrato y crear una fábrica de clones.
Dobles S.A. promete convertirse en una de las empresas más influyentes en las próximas décadas. El futuro de la misma se definirá esta misma tarde, en su primera exposición ante el público. El experimento promete ser...»
—Disculpa —una voz femenina me interrumpió de mi hermetismo y me obligó a levantar la mirada—, ¿puedo sentarme aquí? —me preguntó, haciendo a un lado mi abrigo.
—No veo cuál sería el inconveniente —le aclaré, con una sonrisa.
Ella se sentó a mi lado y pude leer el nombre que deprendía de su tarjeta: Emma Helling. El hecho de encontrármela allí me sorprendió. Normalmente, los hijos demuestran un interés casi nulo por los gustos de sus padres.
—¿Acaso tú eres la hija del Doctor Edward? —le pregunté, dando por cantada su respuesta.
—No me habría gustado serlo, pero sí —se lamentó.
—No veo el problema en eso —mi tono de voz sonaba agitado, me vi obligado a controlar mi emoción para no ahuyentar a la joven—. Debe ser hermoso conocer antes que nadie los progresos de tu padre con su invento...
—Eso es lo que tú crees —la mirada de la joven, al igual que su presencia, tomó una expresión de hartazgo. La gente ya comenzaba a llegar y a reportarse en la secretaría—. No sabes lo molesto que es que te usen como modelo de prueba para probar cosas contigo. Que «Emma quédate aquí», que «Querida no te asustes, esto no te dolerá». Ya no quiero saber nada con mi padre. Por mí, ojalá que a su invento se lo tragara la tierra.
—Pero estás aquí de todos modos...
Ella no contestó y se puso de pie, comenzando a estrechar las manos de los reporteros, asintiendo a cuantos entrevistadores se le cruzaran por el medio. Aseguró, con hipocresía, que estaba orgullosa de lo que su padre acababa de conseguir y que representaba un verdadero avance para la genética moderna y la humanidad.
Un grupo de universitarios, con sus guardapolvos manchados por compuestos químicos, traían consigo sus cámaras y cuchicheaban con ansias. Entre ellos realizaron sus apuestas: algunos aseguraban que el profesor fracasaría; otros, no dudaban en el éxito inminente de su invento.
—Ojalá asienta a crear un clon para mí. Me sería muy útil para huir de mi madre cuando quiere reprenderme —bromeó uno de los universitarios.
—Ya con un sólo Walton tenemos bastantes problemas —lo codeó una de sus compañeras, dejando entrever sus frenos con su sonrisa.
La hora casi había llegado y yo sujetaba el papel en donde se indicaba que sería el primero en entrar en aquella sala. La cabellera castaña con reflejos rubios de Emma se había esfumado como por arte de magia. El reloj repiqueteaba indicando que faltaban cinco minutos. Trecientos segundos para la verdad.