DAVID
Una vez ya en la parada del autobús, mi madre, quien había insistido en acompañarnos hasta partir, nos abandonó. Clary, como yo mismo decidí llamarla para evitar utilizar aquel anticuado nombre, observaba todo a su alrededor, sin nunca dejar de mover su pie derecho de un lado a otro, al ritmo de una música inexistente.
—¿Falta mucho para irnos? —preguntó ella, impaciente.
—En la página decían que llegaría en cinco minutos —respondí, comprobando en mi teléfono que el horario establecido ya había transcurrido.
—Mi sistema dice que arribará en unos minutos. ¿Te apetecería comprar un aperitivo? En la otra esquina hay un kiosco que, según las reseñas con las que cuenta, no nos decepcionará.
Asentí, con ganas de disfrutar de un buen emparedado. Sin embargo, insistí en apurarnos, no fuera a ser que los semáforos estuvieran generosos de pronto y tuviéramos que esperar veinte minutos más. Caminamos tomados de la mano, con nuestros dedos entrelazados, hasta llegar al imponente negocio.
—Buenas tardes, ¿qué desean pedir? —un hombrecillo de cabello entrecano y enmarañado nos dedicó una sonrisa.
—Buenas tardes, me gustaría un emparedado de jamón y queso junto al mejor refresco que tengas —dijimos ambos al unísono, sin diferenciarnos en las palabras ni en las pausas entre ellas, lo cual me sorprendió y me habría aterrorizado si no hubiera sabido que Clary estaba programada para pensar igual que yo.
—Dos emparedados y dos refrescos entonces —concluyó el hombre con una sonrisa—. Son cinco dólares —extendí el dinero y abandonamos el sitio.
Disminuimos el ritmo de la marcha al salir y atravesamos la plaza en diagonal. Las miradas de varios jóvenes, incluso de algunos que estaban con sus respectivas parejas, se desviaron hacia la hermosa e imponente mujer que caminaba junto a mí.
De pronto, y sin previo aviso, observamos que el ómnibus se acercaba hacia nosotros y comenzamos a correr. El semáforo cambió de color y el chofer siguió avanzando a una velocidad vertiginosa. Resultaba evidente que no podríamos atravesar media plaza antes de que el colectivo pasara por alto la parada; sin embargo, algo increíble pasó: el colectivero frenó de golpe y esperó a que llegáramos, pagásemos el boleto y hasta nos dedicó una sonrisa al ver la hermosa pareja que hacíamos.
Una vez en nuestros asientos (ambos queríamos sentarnos junto a la ventana, mas yo decidí ceder), comprobé que mi sándwich se había reducido a migajas y mi refresco se había convertido en un jarabe oscuro y sin gas. Pero la simple presencia de Clary, siempre imponente, me calmó.
—Aún no puedo entender cómo supo aquel hombre que estábamos camino para aquí. La frenada incluso pareció brusca —le comenté.
—Resulta muy simple colarse en el control automático del coche y obligarlo a detenerse de ese modo. Estoy programada para eso —confesó.
Agendé en mi teléfono una nueva consulta para el Doctor Helling, acerca de los poderes sobrenaturales de Clarissa. Luego, cada uno se sumergió en la lectura de un libro; yo elegí Orgullo y Prejuicio mientras que Clary optó por una historia más contemporánea sobre una chica que era secuestrada por tres hombres, de un escritor cuyo nombre desconocía.
Alcancé, con dolor, a leer dos capítulos de mi libro antes de llegar a destino. Caminamos dos cuadras hacia el norte y doblamos en una esquina, hasta encontrarnos con el enorme consultorio de Edward, desierto ya de periodistas. «Mejor así» me dije, mientras tocaba el timbre a las seis menos uno de la tarde.

THEMMA
El semblante de mi padre reflejaba su cansancio por la exposición continua a las cámaras combinado con un enorme orgullo tras haber conseguido que Dobles S.A. hubiera lanzado al mercado mil doscientos clones en un lapso de un día. Aquello, según con lo que el mismo doctor confesó en público se trataba de un gigantesco paso para la humanidad.
—Los estaba esperando —confesó—. Pasen.
El consultorio del doctor era inmenso, plagado de plaquetas en donde se exhibían todos sus títulos profesionales y una enorme mesa en donde se observaba, cubierta por una cúpula de vidrio, una representación a escala de su máquina clonadora.
—Siéntense aquí —nos señaló unos cómodos sofás individuales— y cuéntenme qué los trae por aquí.
—Quisiera reclamar algunas cosas y preguntar por otras. Tengo, en concreto, tres interrogantes para usted —le informó David, con impaciencia.
—Intentaré responder a todos ellos —le prometió el doctor.
—En primer lugar —comenzó David—, quisiera preguntar el porqué de un nombre tan anticuado para una criatura tan moderna —atacó David.
El doctor comenzó a llorar y mi novio sintió una punzada de culpa tras exponer los hechos sin siquiera un poco de tacto y, a su vez, una inmensa expectativa por la respuesta.
—Hace dos años —dijo, sorbiendo los mocos sin escrúpulos—, nos encontrábamos a la salida de una obra de teatro cuando unos ladrones quisieron robarle a mi hijita Clarissa, de siete años de edad, un brazalete de oro que le habíamos obsequiado para su cumpleaños y, al resistirse ella, el criminal no dudó en encajarle una bala en la cabeza —concluyó—. Disculpa si todo esto te parezca un poco cursi, pero es mi mejor forma de honrarla.
—Si eso es lo que quieres, con gusto se lo dejaré —reconoció David, sin pensar en lo ridículo que sonaba ese nombre en mí ni en qué pensaba yo en aquel sentido.
—Está bien, no era tu obligación saberlo —lo perdonó el doctor—. Ahora bien, pasemos a la próxima pregunta.
—Me gustaría saber cuáles son los límites de poder de Clary. Antes de llegar aquí, hackeó el software del piloto automático de un colectivo para no llegar tarde.