DAVID
Helling nos condujo, por segunda vez en la semana, al laberinto de pasillos que desembocarían en su invento. Y, tras el sinuoso recorrido, nos reencontramos con su imponente maquinaria. Prendió la luz y la pude observar con más detenimiento que la vez anterior, en la que sólo me preocupaba por encontrar a la mujer perfecta: el dispositivo era una caja de acrílico transparente de la cual se desprendían dos inmensos tubos amarillos elásticos, que desembocaban en un generador de energía y una caja negra plagada de cables.
—Ahora bien, solucionemos esto de una vez por todas. Mi máquina necesita descansar para seguir creando vida mañana. El dinero no viene solo, muchachos.
El hombre llamó a Clary con su mano y le indicó que se pusiera de pie junto a la caja negra, dentro de la cual se encontraban algunos cables sueltos. Encendió el trastero y, intercalando gritos por patadas eléctricas (pese a sus guantes tratados para ese fin), sujetó dos cables: uno, anaranjado y el otro de un celeste intenso. Ese desvío me preocupó ya que, de no ser tan perspicaz y detallista como yo, pocos lo notarían y aquello podría significar un gran cambio... O no.
—Doctor —me atreví a advertirle.
El doctor se volteó hacia mí, desconcentrando su atención en lo que era de veras importante. Su cara de hastío y preocupación por mi grito me hizo arrepentir de haberlo hecho de ese modo, tan brusco, tan poco racional.
—¿Qué sucede? —su semblante se paralizaba, a la espera de una respuesta.
—Nada importante —mentí—. Sólo que... estoy preocupado por lo que pueda pasarle a Clary.
—Voy a estar bien, ya lo verás —se entrometió ella, soplando un mechón de su melena oscura para quitárselo del ojo, para después dedicarme una sonrisita socarrona, una de las primeras características que le otorgué al programarla, y una de las que más me gustaba.
—Entonces, si nuestro amigo de alborotada cabellera no nos interrumpe más, continuemos Clarissa —concluyó el doctor, con una sonrisa.
Tiró de cada uno de los cables y los acercó al cerebro de la chica. Cada uno de ellos humeaba debido al alto voltaje y se fijaron a ambos lados del cerebro de Clary conectando lo que, según el doctor, se ha de llamar lóbulo occipital con el frontal.
El espectáculo fue único y aterrador. Ver el cuerpo de la joven que más amas en el mundo zarandeándose a la merced del invento de un científico loco no es una buena escena. Esta vez, el proceso duró más de la cuenta, mas yo me entretuve al observar en la pantalla del doctor, las ondas cerebrales de Clary.
Tras un largo período de electricidad, el doctor elevó una palanca para ponerle fin a la experiencia. Cuando le pregunté cuánto le debía por lo ocurrido, asumiendo que respondería el famoso «No es nada, es parte del servicio», su respuesta me asombró:
—Se te cargará en tu cuenta bancaria en dos cuotas de igual valor que las anteriores —respondió, sonriente.
—Espero que todo este gasto haya valido la pena...
—Yo, a decir verdad, no lo espero. El producto no tiene garantía y nunca me vendría mal dinero para comprarle por fin a mi esposa sus botas de cocodrilo.
—Para ser un científico, le importa demasiado el dinero.
—Para ser un jovenzuelo, te metes demasiado en asuntos ajenos —dijo, rojo de furia, antes de expulsarnos en forma definitiva de su despacho.

THEMMA
Aquello que vi me dejó asombrada. Mi sistema me había advertido de ello, mas no pude creerlo.
ES POSIBLE QUE EL DR. HELLING ESTÉ EXPERIMENTANDO SÍNTOMAS DE IRA. ALÉJESE DE ÉL, NUNCA SE SABE LO QUE UN IRACUNDO PUEDE SER CAPAZ DE HACER.
Primero, la advertencia de mi sistema y luego el tremendo portazo que nos dio en la cara, raspándome toda la nariz y me habría dañado la cara si no hubiera sido por el tirón que me dio David a último momento.
—Eso pasó cerca —me dijo. Se quedó observando mi nariz, como un gran conocedor del tema, con mucha preocupación—. Es apenas un raspón -su semblante volvió a adquirir su característica sonrisa entre dientes—, nada que no se sane con un buen beso.
Acercó sus labios a los míos, dispuesto a atacar. Sin embargo, no sentí que aquel hubiera sido el mejor beso de mi vida. Hasta sentí algo de disgusto al hacerlo. «Otro misterio que, luego de lo ocurrido hoy, no se solucionará jamás» concluí.
—Ahora, vamos a la tienda de ropas. No tenemos mucho tiempo y, conociendo a mamá, no creo que ella esté encantada de vernos si llegamos tarde.
—Tan sólo me compraré un par de cosas, tampoco exageres.
Tomamos otro taxi (al parecer, este muchacho es experto en derrochar su dinero en nimiedades) y nos dirigimos a un shopping que se encontraba a diez cuadras de allí. Le había insistido en caminar (mi sistema me recomendaba hacerlo una hora al día) mas él se negó, alegando que no podía dejar que mis hermosos pies se llenaran de juanetes de tanto caminar. Patético, sin dudas.
Tras dos minutos (y cuatro dólares), bajamos del taxi y nos encontramos con el imponente edificio. Las ocho inmensas plantas y el letrero digital de enfrente me dieron una idea de lo que podría encontrarme allí: nada menor a veinte dólares, de seguro.
BEVERLY CENTRER
CIUDAD DE LOS ÁNGELES, CALIFORNIA
Entramos de la mano y comenzamos a explorar el lugar. El sonido de gente parloteando, una niña chillando porque su globo con helio había acabado en el octavo piso y un guardia a bordo de un carrito que casi me atropella me dieron muy pocas ganas de permanecer mucho tiempo allí.
Entramos en la primera tienda, de ropa unisex, en donde nos recibió una mujer con gafas y una larga cinta métrica cayendo por sus hombros. David me sugirió probarme una serie de prendas de moda, además de unos cuantos tops y ropa para andar por su casa. Me metí en el probador y comencé con la primer prenda: un vestido de encaje blanco con detalles en gris, junto a unos zapatos del mismo color.