Debo admitir que, al ver a Clary tan compenetrada en su revolución, sentí que una parte de mí se burlaba de ella mientras que otra admiraba su perseverancia de infante, a juego con su inocencia. Me quedé sin aire en los pulmones tras inflar los cincuenta globos rojos. Sólo por un momento deseé que la revolución de Clary tuviera éxito, pero eso significaría el fin de una vida de ensueño.
Expresiones como «No les pertenecemos»; «Somos tan libres como ustedes» y «Humanos basura» ocuparon cada rincón de mi habitación. Mi madre inspeccionó mi cuarto varias veces, intrigada por mi inusitado silencio y apenas nos dio tiempo de ocultar todo en mi guardarropa. No quería que, al segundo día de estar con nosotros, mi madre pensara que Clary ya estaba agitando los aires de más.
A las siete de la tarde terminamos con los preparativos y salimos a dar una vuelta por la ciudad. Clary insistió en leer juntos el proyecto de ley al regresar; después de todo, para poder objetar antes debía conocer las medidas que se pretendían tomar. Al día siguiente, la Honorable Cámara de Diputados debatiría acerca del proyecto. Tal y como reflejaban las encuestas, el ochenta por ciento estaba a favor y el veinte restante en desacuerdo.
Me enfoqué en desconectar a Clary de su revolución por unas horas y nos fuimos a una feria de artesanos que se hallaba en pleno centro. Allí, entre olor a cigarrillo y a gente poco amiga del jabón, Clary observó maravillada unas hermosas gorras color rojo y me pidió que le comprara todas las que pudiera.
—Todos los revolucionarios tienen un distintivo; el nuestro serán estas gorras. Prometo devolverte este dinero con lo que recaude en campaña.
Accedí, harto de que mencionara su patética revolución cada cinco minutos, y salimos a toda velocidad de allí, antes de que le surgieran nuevas ideas para complementar su revuelta.
Cambié de destino y la llevé hacia un parque de diversiones. Compré diez boletos a la simpática mujer de la boletería, quien no se había preocupado en despacharnos así sin más, y fuimos de la mano a la primer atracción.
Vista desde arriba, la montaña rusa se veía imponente, pero una vez que subimos en ella la cosa se puso peor. El encargado del juego nos miró con cara de pocos amigos y nos sugirió ocupar el primer lugar, propuesta que no supimos desaprovechar. El viaje fue increíble, las subidas eternas merecieron la pena una vez que descendíamos a una velocidad capaz de despertar una sobredosis de adrenalina en cualquiera. Clary gritaba de placer a mi lado, estirando sus brazos para tocar los rieles, sintiendo por primera vez un peligro tan real como divertido.
En el segundo juego, un pequeño tren se puso en marcha y cientos de monstruos nos acecharon durante todo el recorrido. Una enorme hacha se incrustó con un fuerte ruido contra el techo del vagón, las vías se desviaron hasta casi ser partidos por una sierra y un payaso reventó contra nuestro vidrio un globo rojo lleno de sangre. Salimos aterrados, pero Clary no quitaba de su rostro aquella expresión de preocupación que había mantenido durante todo el parque. Cuando le comenté que el tren fantasma me había dado mucho miedo ella, fiel a su estilo, me dijo:
—A veces, los verdaderos monstruos no están en las películas sino en la vida real.
No pude argumentar nada frente a esa lógica.

SU CUERPO ESTÁ EXPERIMENTANDO NIVELES PELIGROSOS DE ADRENALINA. SE RECOMIENDA DISCRECIÓN.
Sacudí mi cabeza para ocultar el mensaje. El enorme martillo en el que nos habíamos subido comenzó a dar volteretas en el aire, provocando que una de las pasajeras depusiera su merienda en el aire, inundando el lugar con un nauseabundo olor que contagió a otro. Qué asco.
Aquel parque era demasiado increíble para ser real. En mi corta vida nunca antes había experimentado un huracán de emociones tan variadas. Y aún nos quedaban cuatro tickets para seguir disfrutando. Si hubiera sido por mí, me habría quedado allí toda mi vida, pero mis hermanos clones me necesitaban para comandar nuestra revuelta.
Un cantante de rock del siglo pasado se plantó en el escenario y comenzó a tocar una canción de Elvis, Jailhouse Rock, atrayendo a una multitud de bailarines hacia él. Con su música de fondo, nos subimos a los autos chocadores y esperamos allí, cada uno en un vehículo diferente, a que llegara más gente. Una vez que la mayoría de los autos fueron ocupados, el encargado activó el juego y comenzó la guerra.
David se desenvolvía con suficiente soltura, en comparación con mi inexperiencia y mi falta de paciencia y compasión hacia cualquiera que se me acercara. Sentí que mi vehículo era chocado y volteé para encontrarme con una chica, fingiendo que me había ofendido. Ella sonrió y el juego continuó como si nada hubiera pasado. Busqué a mi novio entre tantos coches y lo vi esquivándolos entre la multitud, haciendo una paradoja al nombre del juego.
—En cuanto estemos en la calle podrás jugar a esto. Mientras tanto, disfruta de chocar sin que nadie te cobre multas por ello —le dije, entre risas, con un espectacular choque.
Cuando el juego terminó, nos acercamos a una mujer que tenía un medidor de fuerza y regalaba peluches a quien, golpeando un plato con un martillo, fuera capaz de hacer sonar un estridente timbre. Como era de costumbre, los hombres que se creían fuertes y querían presumirlo ante sus admiradoras, fueron los primeros en probar el juego, llegando a una marca que los avergonzó mucho: Regular.