DAVID
—Acompáñeme a nuestra sala de interrogatorios —solicitó Joe, mientras guardaba su llavero de Torre Eiffel con el que había jugueteado toda la conversación en su bolso.
Procuré mantenerme lo más obsecuente y al margen del asunto posible. Ya bastante mala espina me había traído su visita y no quería que se convirtiera en cardón. Me despedí de mi madre con un beso. Ella no dejaba de reclamar a gritos a un abogado, mientras sus rimbombantes perlas se mecían por el escote de su blusa cual péndulo.
—No pasa nada —le aseguré—. No tardaré.
La detective le lanzó una mirada despectiva de reojo y apretó mi muñeca con su brazo, hasta arrastrarme hacia su espectacular automóvil de último modelo. Me recordó ponerme el cinturón y me colocó en el asiento trasero, subió la música (el álbum completo de dos jóvenes cantantes españoles) y se calzó unos lentes de sol que incrementaban la altivez de su figura. El resto del viaje transcurrió con cánticos a media voz muy afinados y frecuentes bocinazos e insultos a todo aquel que se le interpusiera en el camino.
Bajamos en la comisaría número diez del distrito, estacionando el vehículo en una cochera improvisada, sucedánea de la otra, tres veces más grande, que se encontraba en reparación. El ruido frenético de sus tacos aguja arremetiendo contra el piso mantuvo mis nervios en punta hasta entrar en la central de policía.
Joe no se preocupó en saludar a sus compañeros; entró como un tornado en su oficina y me pidió que me quedara en la sala de espera un momento mientras ella ordenaba todo el trastero. Ojeé unas cuantas publicaciones que encontré en un revistero de mimbre, que no hicieron más que aseverar mi calidad de zafio en lo que famosos se refiere.
—Pasa —gritó ella desde adentro, con muy poca educación.
Lo que me había imaginado como una sala oscura iluminada con una única lámpara que alumbraba una silla solitaria me hizo comprender que nada de lo que se ve en las películas es real. En cambio, la oficina estaba atestada de archivos de todos los tamaños etiquetados con marcador permanente: secuestros, homicidios, rapiñas, asaltos; iluminados con la tenue calidez de un tubo fluorescente algo antiguo y un ventilador de pie tan antiguo como inútil. Joe tomó la carpeta de homicidios y comenzó con el interrogatorio.
—Si tuvieras que describir tu aspecto, ¿cómo lo harías? Y déjate de chorradas que esto es algo serio, ¿comprendes?
Asentí y contesté su primera pregunta.
—Alto, de un metro ochenta, pelo castaño, ojos verdes, delgado —concluí.
—¿Sabes que tres testigos dieron esa misma descripción sobre el sospechoso que vieron por la casa de Ofelia?
—A decir verdad, considerando todos los parámetros, no dudaría en afirmar que más de un millar de estadounidenses encajan en ese informe. Tiene que haber algo más... ¿Y cuál dicen que es mi móvil?
—Tiene la cabeza demasiado contaminada de novelas baratas. Espero que no sea tan ingenuo en creer que burlar a la ley es tan fácil. Ni tampoco su banda de rateros.
—¿Y ahora me acusas de tener una banda? —estallé. No sabía hasta donde quería llegar con su investigación.
—Tengo un video que lo prueba.
Tecleó un par de veces en su laptop y cliqueó como demente hasta que el archivo se abrió. Se trataba de una de esas filmaciones en tonos verdes baratos de una de esas grabadoras que puedes encontrarte de vez en cuando en alguna que otra calle. En la grabación se veía a una apuesta joven intentando entrar en la residencia. Al detener el video se puede ver con claridad el rostro y la figura de la fugitiva. Se trataba, nada más y nada menos, que de la tan buscada Clarissa.
Suspiré, aliviado. El desconcierto de Joe hablaba por sí solo.
—Tengo información que le gustaría conocer.
Me recliné sobre la silla giratoria y extendí mis piernas. Aquella historia tenía para rato.

DAVID
La casa de Clark era la muestra perfecta de que la limpieza y la simetría vienen tan de la mano. Recorrimos un par de pasillos, deleitándonos ante las extrañas piedras y las enormes figuras de elefantes de porcelana. Hasta los cuadros a cada uno de los lados tenían la misma inclinación.
Llegamos a la puerta de nuestro amigo y golpeamos unas cuantas veces. Un pequeño crucifijo adornaba la puerta, justo por encima de una notoria marca en la pared, que no se reflejaba en la otra mitad.
Clark nos abrió con el ceño algo fruncido, señal de que habíamos llegado un poco tarde de la hora pactada. Allí dentro se podía ver a Estella retocándose su labial morado, Sebastian y Virgine tratando de entenderse con ademanes exagerados y una joven pelirroja, con tantos rulos como pecas se esparcían por su cara, hablando por teléfono. Susana ya había anunciado su ausencia; había comenzado a hacer doble turno en casa de varios encumbrados.
—Les presento a mi amiga Lusmila —ella se descorrió el flequillo de la cara y nos saludó a ambos con un ósculo.
—Hi friends! Nice to meet you! —nos dijo, como arrastrando las palabras, aún sin acostumbrarse a nuestro idioma.
—Ella es de Colombia y vino aquí de intercambio durante las vacaciones de Navidad. Yo mismo fui a su país el año anterior y ahora me toca a mí hacer las veces de anfitrión. Ya está al tanto de todo —nos aclaró—. De hecho, fue ella misma quien se propuso a ayudarme con todo esto. Descubrió nuestros planes hurgando en mi teléfono— You must'n do that, Lusmila —la reprendió ella, con un inglés nada rudimentario, a diferencia de su amiga— y se ofreció como ayudante.
—Una espía nos vendría muy bien a estas alturas —confesé—. You're welcome.
—Bien —Thiago no quería perder el foco en el asunto que nos competía y, tal como lo demostraba, tampoco quería malgastar tiempo en presentaciones banales—, ahora sí comenzaremos a planear nuestro próximo golpe. La víctima no será otro que quien hizo que yo estuviera aquí y ahora con ustedes. Themma aceptó ceder su liderazgo para esta ocasión —aclaró.