DAVID
Una vez en casa, bastante sunvertido tras la llamada de Nemo, no hice más que encerrarme, hermético, en mi habitación, refugiándome en la soledad y el silencio. Estaba claro que aquellos sujetos eran pertinaces, mas no dejaría que arruinasen mi vida por completo. En primer lugar, y para dejar el papel de presa asustada y convertirme en predador, asimilé la situación y debí admitir que necesitaba ayuda. A partir de allí debía encontrar a mi primer aliada; nada menos que la quisquillosa de Joe Red. Pero, esta vez, no hablaría con ella desde mi celular.
A la mañana siguiente amanecí temprano y me la pasé deabulando por la calle, en mi búsqueda recalcitrante de un teléfono público. Él mismo le sería imposible de rastrear a los matones, salvo en caso de que hubieran pinchado todas las líneas telefónicas de la ciudad (aúm no había conseguido descubrir cuáles eran sus límites). En fin, llamé a la detective y poco a poco fui vaciando un tarrito de monedas de cincuenta centavos que el ancestral aparato devoraba sin cesar.
—Habla Joe, ¿quién anda allí?
La puse al tanto de todas las peripecias con adagio y sin perder el hilo conductor de la narración. Ella suspiró a veces, susurró en otras, pero nunca dejó de escucharme.
—¿Y ahora me vienes con esta otra historia? Primero, una novia clon psicópata que mata por placer... ¿Y ahora unos maniáticos que lo persiguen y le pinchan el teléfono para robarle información a su tío? Le juro que si sigue burlándose así de mí, este asunto pasará al juez correspondiente.
—¡¡Debe creerme!! —exclamé, asaz, tan fuerte que varios transeúntes se frenaron para observar al maniático que gritaba desde la cabina.
—Muchas gracias por comunicarte con la policía —fue lo último que dijo antes de cortar.
Al salir de allí, varios curiosos salieron corriendo con sus cámaras y se reían cada vez más cuando se alejaban de mí. Estaba en crisis y, si no conseguía salir de ella en poco tiempo, me vería obligado a terminar con mis problemas de otra manera.
El clima distaba mucho de ser el de la estación canícula que nos sucedería a una primavera helada. Caminé sin levantar la cabeza todo el recorrido, con el cuello de mi saco levantado para ocultar mi impotencia. Regresé a casa cerca de las diez. Sabía que mi madre me reprendería el haber faltado a la escuela hoy (burlarla, fue el término exacto que utilizó). Una vez que el sermón acabó, ella se fue al trabajo y yo me quedé vagando por las habitaciones, como si no tuviera nada productivo que hacer —de hecho, sí tenía algo que hacer: estudiar para el examen de Biología para el día siguiente—. Los sistemas del cuerpo humano podían esperar un rato más.
Cerca del mediodía el cartero arrojó el periódico del día. Jugué al tira y afloja con mi perro para quitárselo antes de que lo convirtiera en papel picado; por fortuna, no se mostró tan garoso como de costumbre, por lo que pude recuperar todo en una sola pieza.
Estudios afirman que los jóvenes tienden a ser más tanatofóbicos que los ancianos, que ya tuvieron tiempo para disfrutar de su longeva y feliz vida. Por lo tanto, y bajo ese pretexto, llegué a la última página del diario, en donde un gran letrero rezaba: Avisos fúnebres. Ojeé el ingrávido diario y bajé uno a uno por todos los nombres de los fallecidos. Éstos iban desde niños pequeños hasta abuelitas de lo más simpáticas. Pero el penúltimo de los anuncios, el vigésimo noveno, me dejó atónito:
Joe Red
Detective Privado/Agente de policía
Calle: Marshall Island 678
Causa de muerte: Desconocida
A continuación, seguía su teléfono, el mismo al que yo había llamado hace unas horas. Debajo de todos los datos, un último llamó demasiado mi atención, hasta el punto de no creer lo que leía.
Horario aproximado: 8:56 A.M.
Pocos minutos antes de que yo la llamara. Y dicho esto, se estarán preguntando: ¿Quién llamó en su lugar?
Yo creí tener una respuesta bastante obvia. Me hubiera gustado no estar tan seguro de que estaba acertado.

«Te estaré esperando» me había enviado Edgar por mensaje a los pocos minutos que dejamos de hablar. En aquel momento supuse que no sería de lo más prudencial el salir tras él de inmediato; si tan desafiante sonaba podía deberse a doa razones: estaba custodiado o se había pasado de tragos. Yo mi inclinaba más para la segunda opción, pero no libraría todo al azar.
Convocamos una reunión urgente en la casa de los Shawgers, resaltando que el nuevo óbice debía ser superado lo antes posible. Me resultó muy sencillo encontrar la vivienda del borrachín: un hospedaje de mala muerte ubicado en un barrio de criminales a unos diez minutos en coche. Sebastian se ofreció a alcanzarnos unas cuadras antes de la residencia (si es que merece que la llamemos así), para no despertar sospechas.
THEMMA
Thiago, Estella y yo fuimos por la casa que compartía el paredón de atrás con el edificio; Sebastian, Virgine y Lusmila lo encararon por el frente. Las habilidades de ventrílocua de Lusmila (un talento que le descubrimos durante nuestra segunda reunión y nos dejó anonadados) representó un mórbido maullido, al que luego se le sumaron fuertes ladridos perrunos. La señal de que ningún patrullero se encontraba allí.
Proseguimos nuestro trabajo una vez que ella imitó el sonido de una sirena de policía; lo cual significaba que no había moros en la costa. Por ende, trepamos por el enrejado y, con un ágil salto, pasamos de una protuberancia en la pared al mismo techo de la vivienda. A la hora de ascender por la escalera de emergencias, sujetamos nuestros cuchillos usando la boca, por lo que me lastimé el labio, y trepamos como monos, contando todas las ventanas que íbamos atravesando.
Después, un fabuloso grito de horror proferido por nuestra amiga distrajo la atención de los vecinos y la expuso como centro de atención. Mientras tanto, nosotros ya nos hallábamos de pie sobre la empalizada, listos para abrir un buen corte en las persianas de madera.