DAVID
Al comienzo llegué a pensar que se trataba de una patochada, una broma o incluso un complot contra mi propia integridad. Sin embargo allí, refugiado tras el barniz de uñas y los ojos delineados, se ocultaba el marrajo Nemo y, encima, proponiéndome escapar de allí. Sin tardar un instante en vacilar, comenzó a frotar un callo de su pie contra el borde de mi cama.
—Al menos si buscas reconciliarte conmigo para hozar en mi vida, procura no limpiar tu pie contra mi cama. La comida de aquí es tan hedionda como escasa y no me gustaría devolverla por ahora —contraataqué.
—Si me dejarías terminar, sabrías que coloqué un potente explosivo llamado nitroglicerina. Con esta rellenaremos la cerradura y, al primer chispazo... ¡Bum! Nuestro boleto de salida.
El jayán se esmeró en su trabajo y, para prevenir cualquier improvisto, me colocó como centinela. El preso de la celda número tres, que se enfrentaba con la nuestra, estaba de espaldas a nosotros, intentando resolver uno de esos rompecabezas imposibles de mil piezas. La parte de arriba del mismo, que mostraba un cielo oscuro y tenebroso, contrastaba con el picio que allí aparecía; una especie de vampiro del siglo pasado todo ensangrentado. Mientras no quitara su atención de su jueguecillo para concentrarla en nosotros, no habría problema alguno.
Nemo acabó con todas las manos manchadas de un polvo azulado y debió frotárselas con fuerza para evitar levantar sospechas. Era hora de que yo también fuera parte de nuestro plan, en el cual debía de simular estar sufriendo un ataque de asfixia y alertar a los guardias.
—No sé si podré hacerlo —le había confesado—. Mis dotes actorales dejan mucho que desear.
—O lo haces o esto dejará de ser una mera escenita —terció él y acabó la trapisonda.
Yo no tenía dudas de que matarme no estaba en sus planes (al menos, no en el de las próximas veinticuatro horas), mas asentí. Tampoco quería pudrirme en ese calabozo y ser ejecutado por un crimen que no había cometido. El mero hecho de pasar más tiempo allí dentro, me había hecho desistir de cualquier otra posibilidad de escape distinta a la que se me estaba ofreciendo.
A las nueve de la noche nos alcanzaron lo que debíamos comer como cena: unas albóndigas de carne (si quieren saber de qué animal, pregúntenle a los cocineros, pero les aseguro que no era nada comestible) junto a una cucharada de puré desabrido. Una pequeña botella de refresco coronaba el desastre culinario. De todos modos, me vi tentado a engullirlo, ya que era parte del mismo plan que así lo hiciera. Nemo tampoco perdió demasiado tiempo en acabar lo suyo, llegando incluso a proferir un eructo al acabar.
Nos retiraron nuestros platos una hora más tarde. Una vez que la encargada los recibió, el resto del corredor se inundó con silencio y oscuridad, excepto por un sonido a tacones gastados y algún ocasional rayo de luz de linterna del guardia de turno.
—¿Listo para comenzar con todo? —me estimuló Nemo, con una fraternal palmada en la espalda.
—Listo —dije, aunque en realidad no lo estaba.
Y fue entonces cuando abrí mi boca e introduje mis dedos índice y pulgar dentro de ella. Toqué varias veces mi garganta hasta comenzar a sentir como, poco a poco, el ácido intestinal corroía mi esófago y empapaba el piso con un rastro de vómito fresco con sabor a albóndigas y puré.

THEMMA
Llevamos a Matteo a casa de Sebastian y lo recostamos sobre un sofá. Marie, la doncella de los Shawgers, le alcanzó un vaso con agua y una aspirineta mientras que el resto vendábamos y desinfecábamos cada herida o raspón que encontráramos. Además, lo obligamos a manducar algunos bocadillos, para contrarrestar casi sus dieciocho horas de ayuno, para luego dejarlo descansando todo el tiempo que necesitara.
Luego nos agrupamos en la cocina para finalizar y ponerle punto final a nuestra víctima. Thiago se descolgó un enorme saco que habíamos encontrado en el departamento del viejo y en el que lo habíamos escondido antes escapar. Descargamos a Edgar y lo dispusimos sobre el suelo. Una vez allí, Estella abrió las carnes del patibulario cadáver, ayudada de una pequeña sierra de cocina, trazó un círculo alrededor de su corazón, para más tarde extraer el susodicho órgano, endurecido y con un proyectil dentro, y comenzar a vitorear. Me regodeé con la escena y hasta comencé a aplaudir cuando ella acabó, como si estuviera frente a una espectacular obra teatral.
Autoricé el merecido descanso que varios miembros del grupo (incluido Thiago) me habían solicitado y pasamos toda la tarde jugando videojuegos y comiendo unas palomitas de maíz con manteca que Marie había preparado para nosotros. Más al anochecer, la enorme casa se inundó con un delicioso olor a pizzas caseras. Sebastian nos prestó a mí y a Lusmila los trajes de baño de su hermana mayor; los muchachos se quitaron la remera y disfrutaron también de la piscina climatizada.
Clark demostró saber demasiado sobre las estrellas. Nos señalaba la Osa Mayor y comenzaba a contarnos una larga historia que a ninguno nos interesaba, pero que nos entretuvo un montón. Además, nos hacía reír mucho Thiago cuando, siendo sólo un lego en astronomía, se enmarañaba en complejas discusiones con Clark en donde insistía que, si uníamos las estrellas de otro modo al impuesto en los libros, podríamos encontrar una enorme mano haciendo un gesto obsceno con el dedo mayor.
—Nos hallamos años luz de estas estrellas. Es como si el pasado se empeñara en mostrarnos que allí continúa; estrellas que han desaparecido hace miles de años aún son visibles desde aquí, en la Tierra.
—A mí me gustaría que estuviéramos viendo hacia el futuro —confesé.
—Estaríamos spoileándonos toda nuestra vida —confesó Clark, aterrado ante esa posibilidad.
—Preferiría spoilearme a ir a un examen sin saber ni el título de la materia —bromeó Virgine, en un lenguaje que todos entendimos.