DAVID
El chapuzón en el agua impregnó mis huesos con un frío glacial, mas en aquel momento poco me importó el gélido lago y la neumonía que me pescaría al salir; lo importante ahora era no ser descubiertos y lo que acabábamos de hacer no favorecía nuestros planes.
El hombre del faro vigilaba en la noche con vaguedad, viendo sin ver, sin abandonar su patrón de fijar la luz cinco segundos en un punto para deslizarse dos metros a la derecha para, al terminar, repetir el proceso en sentido contrario. Tal como lo expresaba el modo robótico con el que desempeñaba su trabajo, no estaba al tanto de la terrible explosión que momentos atrás había rasgado una buena parte de la prisión. No obstante, sólo para demostrar que la vida es paradójica cuando quiere, fue capaz de sentir el golpeteo de nuestros cuerpos contra la gélida agua y fue hacia allí adonde dirigió su poderoso reflector. Sin embargo, su pereza fue tal que le permitió a Nemo reaccionar a la velocidad de un rayo y hundir mi cabeza con brusquedad, dándome apenas el tiempo necesario para aspirar una pequeña bocanada de oxígeno.
—Quédate allí y sígueme. No salgas a la superficie a menos que estés por morir —me ordenó Nemo con absoluta calma, hablando con una claridad envidiable bajo el agua.
La luz continuaba atosigando a nuestro alrededor; el encargado no estaba dispuesto a cesar en su empeño, dado a que se trataba del primer suceso interesante de lo que pudo haber sido todo su año laboral.
Nemo demostró que no llevaba su nombre en vano y certificó su similitud con el huraño capitán del Nautilus y con el simpático pez payaso que veíamos en televisión. De hecho, serpenteó y atravesó las aguas como un pez, intentando burlar la sagacidad del encargado. Poco a poco, mi reserva de aire estaba agotándose y ya me imaginaba el tono violáceo de mi piel. Mis pulmones y narinas comenzaban a traicionarme, exigiendo oxígeno. No me importó lo que Nemo llegara a pensar; si no salía a la superficie al menos un segundo moriría, y hombre muerto es peor que aprisionado.
En el momento en el que Nemo se volteó decidí ascender, rogando para que el reflector no me interceptara. La primera vez que ascendí di una bocanada tímida; con la segunda creí aspirarme todo el aire del planeta en tres segundos. Dado a la distancia del foco, me reconforté inhalando y exhalando con tranquilidad, hasta que decidí abrir los ojos.
En el techo de la prisión pululaban un sinnúmero de guardias cuyas armas brillaban a la luz de la luna. A lo lejos, el rumor de un motor de lancha que acababa de ser encendida denotaba que no habían decantado la posibilidad de un escape acuático. El farero continuaba escrutando el lago con desinterés, rodeado de su propia soledad, mientras los líderes vociferaban y daban órdenes a todo el mundo. Disfruté de presenciar aquel espectáculo, en el que la ley parecía resumirse en un centenar de hormigas que iban y venían de su hormiguero.
No obstante, justo cuando había comenzado a disfrutar del espectáculo, una segunda luz se encendió entre las penumbras, acción que no me habría preocupado en absoluto si aún se hallaban perdidos, buscando su blanco. Mas la certeza con la que dirigieron el haz de luz frente a mi rostro, denotó que ninguno de esos hombres no sabía lo que hacía. Nos habían descubierto, y eso no pintaba nada bien.

THEMMA
Continuamos caminando por al menos veinte minutos más, hasta dar con un simpático chalet de ladrillo visto, cuyo letrero fijado al alambrado rezaba «Se alquila» y abajo figuraba el nombre y número de contacto de quien estaba a cargo, Donald Finnigan, padre de la pequeña Estella. La niña sacó de su bolsillo su pequeño llavero y giró el llavín dos veces para destrabar la cerradura y permitirnos entrar.
Apenas lo hicimos, nuestros olfatos se atormentaron con un olor a cal y pintura fresca. Los muebles estaban algo manchados y algunas paredes tenían filtraciones, mas no podíamos ser muy exquisitos al respecto. Dábamos por hecho que, una vez que la señora Shawger descubriera que Susana también se hallaba en el mismo bote que nosotros, no dudaría mucho en darle una patada y mandarla a la calle. Ya había comenzado a extrañar el carácter y la jovialidad de mi adorable suegra.
—Papá dijo que no habrá problema de que se queden aquí por un tiempo siempre que ayuden a poner a punto el departamento. Dijo que mantuvieran el lugar en condiciones y que al menor desastre los dejaría de nuevo en la calle —nos advirtió la niña.
—Nos prepararemos para la ocasión —bromeé.
Sebastian desempacó sus cosas: tres de sus mejores remeras, unos jeans azules ajustados, su traje de baño, dos pares de zapatillas, una chamarra y sus gafas de sol. Al final de su maleta, y como si se avergorzara de mostrárnoslo, se encontraba un muñeco de medio metro del Power Ranger rojo, al cual le tenía mucho aprecio. Acomodó sus pertenencias en una repisa y se enclaustró durante horas.
—Es momento de hacer algo más. Esto sólo nos ha servido para convertirnos en criminales muy buscados y nada hemos hecho para cambiar la opinión pública ni nada similar, esto considerando que falta apenas una semana para que esa maldita ley comience a regir en todos los Estados Unidos.
—But... What are we going to do with Sebastian? We musn't take him off —protestó Lusmila, con su rudimentario idioma.
—Por ahora, nada —confesó Thiago—. No podemos forzar las cosas. Será mejor darle algo de espacio para después exigirle su compromiso.
—Estoy de acuerdo con eso —agregó Virgine, y todos acatamos.
—Bien —continué—, lo que necesitaremos ahora será coordinar una marcha multitudinaria. Tenemos bastantes seguidores y simpatizantes, he visto muchos mensajes de apoyo en las redes hacia nosotros y los medios de comunicación no se han quedado atrás. No obstante, nuestro único (y primordial) inconveniente, el que nos hace inútiles para este plan, es que somos demasiado famosos. Quiero decir que, de salir a protestar, más de uno no dudaría en ponernos las manos encima y hacernos acabar en la cárcel. Entre todos valemos más de veinticinco mil dólares -agregué, orgullosa.