DAVID
Una vez frente al tablero de control, enloquecí. No obstante, aún conservaba un vago recuerdo sobre uno de los tantos videojuegos que jugábamos con Sophie gracias a sus lentes de realidad aumentada. Este iba sobre una carrera de lanchas en la que debías llegar a tu destino antes de que la policía te arrestara por infringir la velocidad máxima. No era tan diferente a la situación en la que me encontraba ahora, sólo que la lluvia que caía del cielo había sido reemplazada por una de plomo.
Era incapaz de voltearme como para asegurarme de que mi compañero no tuviera problemas con sus oponentes, mas los diez disparos que salieron de su pistola transparentaba que tenía la situación bajo control. Por ende, me ceñí al volante y conduje, primero derecho, hacia la nada, para después comenzar a zigzaguear las aguas buscando escapatoria. Mi pie ya se acalambraba de ejercer tanta presión contra el acelerador, y me vi obligado a rotar. Nemo ya comenzaba a quedarse corto de municiones, por lo que era necesario armar un plan de inmediato.
-¿Qué haremos? -inquirí, al oír el ruido seco que hacen las armas al quedarse sin balas.
-Tú sigue adelante e intenta alcanzar el dique de allí -desde donde nos encontrábamos hasta el paredón mediaban unos cincuenta kilómetros.
-¿Estás seguro de que llegaremos? -insistí, desconfiado.
-Siempre que no dejes de conducir ni de concentrarte -concluyó, terminante.
-Que es lo que estás haciendo ahora mismo... -contraataqué.
-Cuando estés allí, te daré las siguientes instrucciones -me aseveró él, mientras hurgaba en sus bolsillos en búsqueda de alguna bala.
El panorama era el siguiente: por un lado, nuestros enemigos, con dos lanchas y media de último modelo (una de ellas se había destruido y la otra andaba más para atrás que para adelante), y cinco de ocho oficiales heridos; los otros tres habían tomado las riendas de sus vehículos, viéndonos incapaces de disparar. Por nuestra parte, teníamos a un francotirador con una pistola vacía, un plan débil y desesperado y un conductor no muy capacitado (o sea, yo). Sin embargo, confiaba en que pudiéramos conseguirlo, y un presentimiento dentro de mí me aseguraba de que lo lograríamos.
Aún cuando ya faltaban alrededor de unos quince kilómetros (perdonen si no soy tan exacto como mi exnovia, se trata de cálculos apresurados tomados en una situación crítica) Nemo, quien no había descansado ni un segundo en su empedernida búsqueda, encontró bajo el asiento del copiloto un bidón con gasolina, una bota vieja, dos salvavidas extra, pero ningún proyectil, siendo que los otros oficiales ya se habían animado a disparar y hacerme cometer un par de errores.
-Regresa y rodéalos.
-¿Qué dices? -lo interrogué, ante lo ridícula orden que acababa de impartirme.
-Dije que regreses y los rodees -repitió, impertérrito-. Asegúrate de no entrar en el perímetro de sus disparos y confía en que yo haga el resto.
-De acuerdo -después de todo no tenía otra alternativa.
Y así hice; viré hacia la derecha y tracé una circunferencia de unos cuarenta metros a su alrededor, dejando que Nemo vertiera con suavidad el combustible sobre el agua, que dejó a su paso un nauseabundo olor. Los policías observaban atónitos y no dudaban en disparar, dando círculos con sus lanchas mientras nos seguían con los ojos y las armas.
-¿Y ahora cómo encenderás el fuego? -me animé a lanzar la única pregunta para la cual creía que no tendría respuesta.
-Muy sencillo -replicó él, al tiempo que incrustaba su arma en uno de los caños de nuestra lancha, provocando un chispero y, a los pocos segundos, un círculo de fuego que nos separó de nuestros enemigos.
THEMMA
He de confesar que no me agradó mucho la propuesta de Clark en un primer momento, sobre todo considerando que, mientras yo me la pasaba divirtiéndome, miles de clones alrededor del mundo alargaban su sufrimiento. No obstante, la réplica de Thiago fue implacable:
-Hay momentos en la vida en los que se debe abandonar a los desconocidos para ocuparse de la gente que amas.
Y no pude argumentar nada contra esa lógica. Por consiguiente, al otro día me levanté temprano, me calcé unos cómodos jeans y anudé una camisa alrededor de mi cintura y ambos partimos rumbo al metro, en donde daríamos nuestro primer concierto (Thiago insistía en llamarlo así, aunque era consciente de lo mucho que yo odiaba trabajar). Él se cargó la guitarra al hombro, una de las pocas antigüedades que le quedaban después del incendio de la casa de su abuela, y se despidió del resto con una sonrisa.
Tardamos cinco minutos y diez segundos en arribar a la parada del metro. Una vez allí, descendimos las escaleras atosigados por una multitud en donde los aromas a sudor y cabello grasoso se interponían con creces a la fragancia a baño y perfume. La estación apenas estaba iluminada en algunos tramos, lo que nos obligó a manejarnos casi entre las penumbras. Varios vagabundos habían colocado sus colchones ahí y descansaban un rato; otros se la pasaban pidiendo limosna, mas no pude ayudarles con un sólo céntimo. Thiago les prometió regalarles una canción para entretenerlos.
Cuando los primeros acordes salieron disparados de su guitarra, me percaté de que no me encontraba lista para comenzar. Abrí mi boca y seleccioné uno de los tonos de voz del catálogo que mi sistema me ofrecía. Las palabras iniciales que se escaparon de mi boca sonaban algo ásperas, mas poco a poco comencé a calibrar mi voz para entonar el estribillo.