DAVID
El sonido de unos gritos me despertó de inmediato. Nemo aún dormía, ajeno al posible peligro, con sus fauces abiertas cual león, que me arrojaban toda su halitosis contra mi nariz. Me levanté de la recámara con cautela, cuidando de no cometer ningún yerro a la hora de curiosear que pusiera en manifiesto la facilidad con la que, incluso yo mismo, se podía derribar y pasar por alto todas las medidas de seguridad. La pequeña garita estaba libre de matones, por lo que ascender a cubierta y perderme frente a la multitud no me parecía demasiado complicado. A lo lejos, el sonido de zurras revelaba que la situación no iba tan viento en popa como el propio buque.
Amarrado frente a uno de los palos mayores de la embarcación, con el torso desnudo, el hediondo capitán había amarrado a uno de sus súbditos y no cesaba de pegarle con el látigo en medio del pecho, abriéndole un profundo corte entre los pectorales que provocaban un sinnúmero de vituperios y gemidos por parte del azotado y la multitud. Al parecer (disculpen si no soy demasiado preciso; no podía arriesgar mi situación para conocer la de aquel pobre hombre), el jovenzuelo había intentado flamear el camarote del capitán durante la noche, (mala) suerte que uno de sus súbditos pasó por allí y dio la alarma. Allí, indefenso de manos y pies, el necio insurrecto servía de ejemplo de lo que nadie debía de hacer jamás.
Unas haraganes exclamaciones de sorpresa salían de la boca de los marineros de a bordo frente a la justicia por mano propia que el ideático capitán hostigaba sin darle respiro. No obstante, la admiración general y el espectáculo les había dado la posibilidad a muchos marinos inapetentes para presenciar la jeremiada entre la jarana, desatendiendo las órdenes de su kan de controlar el barco ni tampoco el camino. Y fue por eso mismo cuando, una vez que el más atento de ellos desvió su mirada hacia el mar, la embarcación acabó rodeada de un sinnúmero de escollos, a varios kilómetros de la costa, de modo tal que el escape a nado era imposible. El kiludo capitán hizo caso omiso a las advertencias; ahora que tenía un nuevo juguete era hora de probarlo.
En un momento de lumbre, pese al tremendo chichón que se me había formado en la cabeza a consecuencia del golpe y que me hacía pensar por dos, rememoré un pequeño bote que estaba sujeto a estribor, de modo tal que podíamos llegar a ser los primeros en alcanzarlo. Sin buscar llamar demasiado la atención, caminé en reversa dispuesto a aumentar, poco a poco, la lontananza que me separaba de la multitud.
Alcancé nuestro escondite tras tropezar con varios encargados, a los que me vi obligado a pedirles fuego para un puro infumable, que acabé arrojando a la mar una vez me lo puse en la boca. Fueron necesarios varios moquetes y morrales zamarreadas para poder despertarlo de su letargo, llegando incluso a pensar en estrellar contra su cabeza una enorme múcura que yacía, ostentosa, sobre un pedestal de mármol. No tardamos demasiado entre que él despertó y lo puse al tanto de lo que ocurría; de hecho, demostró poseer una capacidad resolutiva propia de un buen líder.
—¿Y qué quieres que hagamos? —me inquirió él, entre bostezos.
—Tomar aquel pequeño bote y llegar a la orla antes de que una oquedad nos succione y acabemos en las aguas —acoté, terminante.
THEMMA
Dentro del avión todo era diferente. Me llamó en grado sumo la atención el modo en el que los párvulos se entretenían con las pantallitas, saltando como locos, mientras que en mi cerebro se dibujaban todos los unos y ceros que eran necesarios para que aquello estuviera funcionando en aquel momento. Más cerca de las ventanas, los más jóvenes, creyéndose influencers frente a sus cientos de seguidores virtuales, se arreglaban el cabello o las uñas para parecer más petimetres en el video. Los adultos dormían, leían alguna novela de Cortázar, como el libraco que sacó del bolso la señora que estaba sentada a mi lado, o se entretenían comentando la fiesta de tal, las malas actitudes de cual, el poco futuro que un equis tenía...
Thiago y Estella jugaron al bowling mientras almorzábamos, llegando a ignorar en varias ocasiones a la recadera encargada de promulgar las noticias, ocasionando que, con sus gritos, nos llamaran la atención a los tres. Si bien se calmaron unos segundos, la chuza de Estella provocó por segunda vez una nueva ronda de murmullos y retos.
Un niño se rechiflaba del modo de caminar de una de las azafatas, sacudiendo las caderas, en palabras de él, «como si el agua las agitara de un lado al otro». Sus comentarios picarescos y su personalidad redomada para conseguir más dulces que los demás niños —el viejo truco del que llora mama— me hicieron descostillar de la risa, de modo que me enteré de su nombre, Lorenzo, y de sus aspiraciones para ser un actor cómico profesional. Estaba seguro de que lo conseguiría.
No pudimos armar grandes planes con mis amigos a causa del peligro que estos significaban en un sitio carente de toda privacidad, por lo que sólo nos limitamos a reservar un hotel en una página web que siempre publicitaban por televisión, obteniendo un cinco por ciento de descuento por reservarlo durante el vuelo.
A las cinco de la tarde, la voz del megáfono anunció que nos estábamos preparando para el aterrizaje, el cual resultó algo turbulento, pero exitoso al fin. Varios pasajeros se marearon —incluso la señora de al lado mío, quien abandonó su rayuela escrita para caminar enclenque por el pasillo del avión hasta llegar al baño— y las bolsas de vómito emanaban un aroma más que putrefacto. Otros se contagiaron de los primeros y repitieron el espectáculo, tal como lo dijo Lolo, entre risas.