DAVID
Nos tomamos un taxi rumbo a la calle Franklin. El costo del mismo estaba descontado, corría de parte de nuestros misteriosos protectores. Esto resultó un alivio ya que, cuando el conductor detuvo su vehículo, los cincuenta dólares que el cuentakilómetros marcaba, casi me infartaron. Nemo extendió la tarjeta de crédito y el banco hizo el resto. Descendimos del vehículo unas cuadras más alejados. El hombre que nos trasladó hasta allí nos saludó con un gesto, deseándonos también una buena noche.
El ambiente era tan silencioso que resultaba aterrador. Unos pocos niños se aglutinaban en una esquina, correteando tras una bola de papel maché. Dos señoras comentaban todos los chismes del barrio, recostadas sobre unas cómodas reposeras. Un perro faldero se paseaba entre sus regazos, reclamante de atención. Una radio mal sintonizada rompía el silencio entre sus palabras murmuradas.
Un linyera que extendía su brazo pidiendo monedas nos guió hacia la tienducha, exigiendo a cambio, un par de billetes. Sus manos llenas de cicatrices y cubiertas de una capa de mugre realizaban movimientos apremiantes, ansiosas por recibir su recompensa por la información brindada. Una vez resarcido, nos acompañó hasta la puerta.
La fachada era demasiado ostentosa para ese populacho. Unos dibujos de planetas adornaban los marcos de las ventanas y la palabra Tarot, escrita en una extraña tipografía medieval, era apenas legible. El nombre de la encargada, acompañado de dos vistosas bolas de adivinación, completaba el cartel de bienvenida. Aún con la puerta sin abrir se sentía el penetrante aroma a limón, el mismo que tanto alergia me causa hasta el día de hoy.
El vagabundo estrelló un sonido a la vez contra el pórtico de metal, y la extensa sala se dejó ver. El olor a cera quemada y a combustión de incienso se escurrió hacia mis pulmones. Cinco velas colocadas en forma concéntrica, de modo que conformaran una circunferencia perfecta, circundaban la figura de la tarotista. Aquella era una mujer de veras extravagante. Un enorme pañuelo cubría su cabello, y una gema de dudosa procedencia (o no tan dudosa) coronaba el medio de su frente. El famoso mazo se hallaba en sus manos, quienes no cesaban de jugar con él, mezclando y remezclando. Al vernos, levantó las órbitas de sus ojos, mas su cuello no abandonó su posición de cuarenta y cinco grados medidos con transportador.
—Son ustedes bienvenidos a mi tienda —nos recibió con una sonrisa tímida—. Siéntense, los estaba esperando —si no hubiera sido por mi previo conocimiento de la causa, estoy seguro de que habría acabado aterrorizado.
—Venimos por parte de Nadie para conocer la nada de la nada —en algún otro contexto, justo en mi etapa de púbere en donde me reía por cualquier cosa, me habría parecido cómico, pero el turbio negocio en el que nos hallábamos inmensos.
—Déjenme consultar a mis amigas —comenzó a dar vueltas sus cartas, cuyas extrañas figuras acrecentaron aún más mi incertidumbre. Procuré mantenerme lo más escéptico e incrédulo posible, tratando de descubrir el trasfondo del truco o, al menos, dilucidar algún movimiento de muñecas extraño, mas nada llamó mi atención.
Nemo bostezó en tres ocasiones, sin escrúpulo alguno ni delicadeza por tapar su boca, dejando entrever que lo suyo era la acción y no la espera, mas aquella mujer estaba empecinada en demostrarle lo contrario.
—Tienen una enorme misión entre manos, no deben fallar —más que una predicción, se trataba de una amenaza por parte de la propia prestidigitadora—. No deberán fallar; es ahora el momento de actuar —dio vuelta el tercer naipe, la cual, a diferencia de las anteriores, contenía un mensaje explícito y no uno prestado.
Era una segunda carta. La misiva exigía una acción rápida. Una nueva misión nos esperaba en la vuelta de la esquina, en el sentido estricto de la palabra.

THEMMA
Tres horas transcurrieron y, de mis amigos, ni noticias. Tampoco se hizo visible ningún mensajero, por lo que me vi obligada a ingerir parte de la gravilla que había en el piso y la cal de las paredes, tal como en Macondo hacía lo mismo Remedios La Bella, con la única diferencia de que yo no podría escapar de allí mediante la levitación; o, al menos, no existía ningún software dentro de mi que me lo permitiera, por el momento. Lloré por la pérdida de mis amigos, cuidando de no derramar demasiadas lágrimas y haciendo malabares con mi lengua para volver a ingerir aquel líquido vital, que tan escaso parecía en aquel cuartucho no apto para claustrofóbicos.
Me recosté por unas cuantas horas, y mis sueños, que alguna vez indujo el Doctor Helling cuando me creó, me atormentaron de imágenes de un pasado que nunca existió, para intentar convencerme de que mi corta edad era, en realidad, quince años más.
Arrojé una montaña de escombros sobre la puerta, reclamando por atención, reservando toda mi saliva para el momento del interrogatorio. Tras una larga insistencia, la mujer que había atendido a Estella, se apareció. Su cabello estaba revoloteado y su cara, descubierta. Supe que se trataba de la encapuchada por su voz y sus ademanes. Sus ojos color azabache se desplazaban de un sitio al otro, en mi búsqueda. Por fin, me encontró arrojada en el piso, semiinconsciente, reclamando por un plato de comida. La mujer, compadeciente, palpó los bolsillos de su largo saco, y encontró una hogaza de pan, con varios puntos negros. Si bien mi sistema ya había descargado una enciclopedia sobre todas las enfermedades que podría pescarme con aquel mohoso alimento, con los ojos cerrados lo comí a todo, de un solo bocado, llenando mi boca de algo que para nadie que no estuviera en mi situación, más que un manjar era una abominación a la gastronomía y el nutricionismo.
—¿Sabes dónde están mis amigos? —la interrogué, ni bien el último trozo del húmedo pan ingresaba por mi esófago. Ella no respondió—. Por favor, le rogué, tomando sus manos entre las mías.