DAVID
Rogando porque aquello no se tratase de una añagaza, nos dirigimos hacia la salida, guiados por un advenedizo ayudante de la prestidigitadora que se apareció tras una cortina en el momento adecuado. El joven, cuya tétrica entrada lo había dejado muy mal parado frente a nosotros, se disculpó en forma anticipada con dos fuertes apretones de mano que, por supuesto, le fueron correspondidos.
La callejuela que antes había permanecido desértica, ahora contenía una baraúnda de personas que hizo ofender a varias señoras de las casas aledañas, quienes no dudaron en estrellar sus cacerolas unas contra otras sin connivencia, para desbrozar al gentío que, tal como me enteraría después, rodeaba a dos jóvenes que se hallaban envueltos en una violenta lucha. Uno de ellos, de carácter encopetado, no se preocupó siquiera en seguir la lucha; es más, abandonó a su rival en el piso quien, quedando a la merced de todos, constituyó el sitio perfecto sobre el cual descargar patadas, escupitajos y hasta heces, que castigaron su rostro. La aciaga escena llegó a su culminación gracias a la oportuna intervención de una de las ancianas.
Nos acercamos hacia el sitio de la acción, farabutes, creyendo que nada nos ocurriría, mas el posterior ataque desenfrenado de la anciana nos hizo comprender, demasiado tarde, en el galimatías en el que acabábamos de ingresar. Mis tímpanos estuvieron al borde de explotar con cada golpe que la señora me propició con la tapa de su cacerola; su otra mano se tomó la giba de atacar, palo de amasar en mano, a la entrepierna de mi amigo. Nuestros cuerpos acabaron encima del de la joven víctima, y nuestros rostros acabaron embardunados de hez. Poco tiempo nos quedó para levantarnos a la orden de la anciana y escapar a toda prisa a la otra esquina, deseosos de encontrarnos en un ambiente un poco más inconcuso.
Ya seguros, alumbrados bajo la luz de un farol desvencijado, alcanzamos a leer la ecuánime petición de nuestra jefa, quien exigía que visitáramos en la calle opuesta a un reducidor libertino de metales que nos propiciaría justa y necesaria información para nuestro siguiente gran paso. Aquello significaba, tal como lo expresaba su caligrafía de señorita, «una prueba irrefutable de la confianza que se le puede otorgar a los jóvenes de hoy en día, y que acabará determinando el futuro de nuestra empresa». Al leerla, Nemo se mostró demasiado nervioso y no cesaba de mirarme con ojos brillosos que se movían a la par de los rebotes de una pelota invisible sobre el piso. Mi ignorancia me impedía proferir palabra ni crear teoría alguna al respecto, por ende, me mantuve misántropo en mi posición, siguiendo con voracidad sus movimientos oculares.
-Ese hombre es uno de los expertos más nacarados del mundo -me comentó, tras un largo lapsus de agonía, Nemo, con una mezcla de admiración y temor-. Es capaz de otear hasta el último defecto en las joyas para determinar su valor. Roguemos al cielo que lo que le envié hace unos días sea de su gusto y, por sobre todas las cosas, se trate de una pieza auténtica.
-Que así sea -acoté, pertrechándome para lo peor. Aunque todavía no podía siquiera imaginar la importancia que dicho descubrimiento suscitaría en nuestra nueva misión.
THEMMA
Cuando amanecí, mis caderas estaban inflamadas, y un gran quiste se había formado alrededor de mi caja torácica. La incomodidad del suelo no hizo más que aumentar la dificultad y parsimonia con la que me vi obligada a ponerme de pie. Mi columna contracturada se convirtió en mi principal enemigo. Con premura, realicé todos los movimientos de elongación que encontré por Internet, gracias a los pocos videos que mi sistema había guardado en la memoria ROM ante casos de suma urgencia. Los estiramientos me devolvieron la postura correspondiente. «A Quasimodo le quemaron la joroba», pensé para mis adentros, con cinismo.
Mi sitio estaba condenado a ser eterno. La gentileza con la que se me había mostrado por primera vez la joven enfermera, se vio opacada por la tirria con la que se manifestó en los días subsiguientes, olvidándose incluso de mí, tanto de la comida como de los cayados. Mejor así, por esto último, claro estaba.
Sin embargo, aquel día no iba a ser otro más del montón. A una hora que mi sistema no pudo determinar por falta de señal, se apareció frente al umbral de la puerta una delgada figura femenina, cuyos cabellos revueltos aumentaban su imagen aterradora. Una tenue luz proveniente de sus espaldas contribuía también a aumentar esa sensación. Sin titubear, y casi como si la hubieran empujado, comenzó a acercarse hacia mí, con los brazos extendidos. El sonido de una pequeña cadena impregnó el aire. Si bien nos hallábamos en una oscuridad cuasi absoluta, sus ojos y los míos no perdieron el tiempo y se trenzaron en una lucha de miradas.
Con el transcurso de los segundos, la única luz de la habitación se encendió con parsimonia y dejó entrever el rostro y la verdadera silueta de mi visitante la cual, a decir verdad, no llegaría a atemorizar a casi nadie. Aquellos ojos negro azabache y su cabello enrulado color carbón, coronaban una expresión tranquila y de resilencia. La que estaba frente a mí ya no tenía una mirada terrorífica; era una simple y única razón la que la había provocado: el miedo. Su cuello se hallaba rodeado de una gruesa correa de nylon, y en la parte posterior, una diminuta cadena prendía de la base y se perdía hacia el otro lado de la habitación. Las luces se apagaron y me encontré en su compañía la cual, pese a nuestro altercado original, no juzgué de peligrosa ni demasiado interesante.
Del resto de mis amigos, ni noticias. La joven rompía el silencio con cada movimiento de su correa, y aquello me hacía enervar. Era necesario romper el hielo de una vez por todas, debíamos derribar las barreras entre nosotras para poder aliarnos contra un enemigo en común. O debería de decir, enemiga.