Capítulo 3
Anastasia
La nieve cubre Moscú como una manta impasible, indiferente a lo que ocurre bajo ella. Estoy de pie en el umbral de la mansión, con el peso de la condena clavado en el pecho. Esto no es una elección. Nunca lo fue.
No hay lágrimas que derramar, ni gritos que lanzar. Solo un silencio helado que me envuelve y me recuerda que debo ser fuerte. Porque no puedo permitirme otra cosa.
Mis pasos resuenan en el pasillo mientras avanzo directo al despacho de mi abuelo Sergei. La puerta está cerrada. Toco.
—Pase —dice su voz, firme, sin emoción.
Entro y lo primero que veo es a Adrian Petrov sentado detrás del escritorio, impecable, el cabello rubio perfectamente peinado, los ojos azul marino reflejando esa locura contenida que siempre lo acompaña.
Hemos hablado en ocasiones, pero nunca por mucho tiempo. En algún momento pensé que mi abuelo organizaría un matrimonio con él. Se rumoreaba que formaríamos la pareja dorada. Una parte de mí se alegra de que eso no haya sido así.
—Un gusto verlo, Pakhan —digo con frialdad, sin dejar que la molestia se asome.
—Solo Adrian —responde él, sin levantar la mirada.
—Petrov vino a supervisar que estés lista y cómoda con el viaje —interviene mi abuelo, con la calma de quien firma un destino.
Claro que vino a supervisar. No para asegurarse de mi comodidad, sino para confirmar que no haya intentado escapar. Que no haya tenido que amenazarme con Arabella para que aceptara.
—Estoy lista, abuelo —digo con una sonrisa seca—. Puedo irme en cualquier momento.
—Me alegra que estés de acuerdo con esta alianza que beneficiará a la Bratva y a la Cosa Nostra —responde Adrian con una sonrisa fría.
—Lo sé —replico—, pero a partir de ahora ya no pertenezco a la Bratva. Ya no le debo lealtad ni obediencia a nadie.
Adrian sonríe con sorna.
—Entonces la gente tiene razón con tu apodo —dice—, Reina de Hielo.
Sonrío, dejando que ese apodo me envuelva sin importarme.
—Los apodos sirven para mucho —le respondo—. Y sé que tú tienes uno también, “El Destripador”.
—Si no hay nada más que decir, me despido. Tengo maletas que preparar. Será un placer tenerte en mi boda —le dejo caer con un tono cortante y me retiro con la misma quietud con la que entré.
En mi habitación, cierro la puerta tras de mí y dejo caer los hombros.
Un suspiro se escapa de mis labios, un sonido que nunca permitiría que nadie escuchara.
—No eres una niña —me digo en voz baja—. No es tiempo de llorar.
Pero justo entonces, mi celular vibra. Veo el nombre de Arabella en la pantalla y seco las lágrimas que ni siquiera sabía que estaban allí. No sé cuándo podré volver a llamarla cuando esté en la Cosa Nostra.
—¿Estás bien, Ana? —pregunta su voz dulce, tan cercana y a la vez tan lejana.
En ese instante, me desahogo. Arabella escucha atentamente sin interrumpirme.
—Escapémonos juntas —susurro con un nudo en la garganta—.
Quisiera hacerlo, quisiera huir de todo esto, pero no puedo. No quiero una vida condenada a escapar. No quiero poner en peligro a Ela.
Niego rotundamente con la cabeza. Nunca haría algo si eso significara que ella podría salir afectada.
—Debes dejar de preocuparte por mí, por favor —me dice con voz firme—. No es justo que sigas cuidando de mí. Yo soy la mayor.
—Siempre lo haré —le respondo, con la voz quebrada pero decidida.
—Tengo miedo, Ana. Miedo de que el mundo que te espera te rompa.
—No creo que me rompa —contesto—. No más de lo que ya estoy.
Miro el reloj. Tengo que estar lista en dos horas y no hay tiempo para llorar.
Me seco las lágrimas por última vez y me pongo de pie. Esta noche partiré hacia un mundo que no elegí.
Pero si quieren una reina, les daré una reina que sabe cómo congelar hasta el fuego más intenso.
Porque yo no seré una víctima.
Seré el hielo que quema.