Tiempo De Pagar

Capitulo 1

El humo del cigarro se arremolinaba contra la ventana sucia del despacho policial. Ricardo Vega exhaló despacio, como si pudiera expulsar los siete años de silencio en una sola bocanada.

En la sala contigua, pero igual de sombría, un joven oficial revolvía carpetas amarillentas, papeles marchitos por el tiempo. Solo estaban ellos dos. A solas con el pasado.

Vega lo observaba desde su rincón, con la quietud de alguien que ya no tiene nada que perder. Su mirada no era de culpa. Era deuda. Deuda con los muertos, con los errores, con las decisiones que lo habían condenado mucho antes de entrar a esa sala.

El oficial levantó una ceja. Sus dedos soltaron el resto de los documentos como si no merecieran atención. El ambiente se volvió más espeso, como si las paredes se cerraran poco a poco, convirtiendo la oficina en una celda sin barrotes.

—Ricardo Vega. Político caído. Empresario. Ex héroe local… ¿le suena? —preguntó con voz neutra, casi como si leyera un epitafio.

Vega retiró el cigarro de sus labios. No dijo nada. Solo asintió. Su rostro: pétreo, indescifrable.

Pero por dentro… por dentro, el silencio le crujía.
¿Por qué ahora? ¿Por qué revivir algo que todos habían decidido enterrar?
Las preguntas se le adherían a la mente como la nicotina a los pulmones, sin respuestas, solo sospechas.

El oficial, de rostro joven pero mirada fría, tosió con disimulo antes de clavar los ojos en los documentos y soltar la bomba con voz seca:

—Reabrimos el caso. Inconsistencias en los archivos. Y todo indica que usted no es tan inocente como parecía.

A Ricardo le recorrió un escalofrío por la columna, una punzada helada. Por dentro, se desplomaba. Por fuera, seguía siendo una estatua. El autocontrol era su escudo, y no pensaba dejarlo caer ahora.

—Estoy seguro... —empezó, pero se detuvo, moviendo las manos en el aire, cortando la frase—. Ustedes no habrían reabierto nada sin presión externa. Quiero saber más.

El oficial lo observó, frunció el ceño, y una sonrisa apenas perceptible curvó sus labios. Había arrogancia en sus ojos.

—No tiene derecho a saberlo. Pero le adelanto algo… alguien muy interesado pidió que se reactive. —dijo, arrastrando las palabras con arrogancia.

Vega lo encaró con la mirada. No se movió, pero algo en sus ojos desafió al oficial, como si estuviera midiendo hasta dónde llegaba su valentía.

El oficial apartó la vista. Bajó los brazos, se llevó la mano al cinturón, y descolgó algo. El chasquido metálico fue leve, pero sonó como una sentencia: esposas.

Las dejó colgar de sus dedos, casi como un trofeo.

—Ya sabe lo que sigue —dijo, disfrutando el momento.

Vega lo contempló en silencio. Tiró el cigarro al suelo, lo aplastó con la punta del zapato, y se inclinó hacia adelante.

—No. No sé lo que sigue —respondió con calma, con firmeza—. Pero sí sé esto…

Metió la mano al bolsillo interior de su saco y sacó un par de billetes doblados. Los deslizó por la mesa hacia el oficial, sin apuro. Sabía exactamente lo que hacía.

El joven los ojeó. Entendió el mensaje al instante.

—¿Eso es todo lo que te queda del crimen? —respondió con sarcasmo—. Sabes que el precio es otro.

Ricardo no parpadeó. Sacó otro fajo, más grueso, más pesado. Lo dejó caer sobre la mesa con un clac seco. Como si lo hubiera previsto desde el principio.

El oficial asintió en silencio. Tomó el dinero y le señaló la salida con un leve movimiento de cabeza.

—Tendrá unas semanas… antes de volver aquí. Pero la próxima vez, no habrá cigarros que lo salven.

Vega no respondió. Se puso de pie y caminó hacia la puerta sin mirar atrás. En sus pasos había firmeza, pero su mente hervía. No era libre. Solo tenía un respiro.

Mientras cruzaba el pasillo húmedo de la comisaría, una idea le martillaba el pensamiento:
Alguien tocó el expediente. Alguien lo sacó de su tumba.
Y sabía una cosa con certeza:

El pasado regresó. Y esta vez, no piensa irse en silencio.

---

El cuarto apenas estaba bañado por la luz temblorosa de una lámpara rota. La bombilla chisporroteaba de vez en cuando, proyectando sombras danzantes sobre las paredes descascaradas.

En el centro de la habitación, un hombre levemente encorvado permanecía inmóvil, observando en silencio un viejo retrato enmarcado.

Era la foto de su esposa. Su difunta esposa.

Con un gesto casi reverencial, el hombre extendió un dedo huesudo y acarició la superficie de la imagen. Lo hizo con una ternura descompuesta, como si pudiera traspasar el vidrio y tocar aquello que había perdido para siempre.

Su mirada, vidriosa y detenida en el tiempo, oscilaba entre el amor ciego y una tristeza abismal.

La casa entera respiraba abandono. Las paredes manchadas, el olor a humedad penetrante, el aire pesado como una lápida sobre los hombros.

Solo los sonidos lejanos rompían el silencio: gemidos apenas audibles, y una respiración entrecortada, temblorosa, que provenía de alguna habitación cerrada.

El hombre se enderezó con dificultad, alejándose del retrato. Sus pasos arrastrados lo llevaron hasta una pared donde, clavado torpemente, descansaba un papel gastado: una fotografía vieja, desteñida por el tiempo.

En la imagen, tres hombres posaban juntos, ufanos, como si el mundo les perteneciera.

La expresión del hombre cambió.
La tristeza dio paso a la rabia.
La impotencia se transformó en sed de venganza.

Con un gruñido contenido, cerró el puño y descargó un golpe seco contra la fotografía. Un sonido sordo retumbó en la habitación, haciéndola parecer aún más vacía, aún más rota.

Dejó caer las manos contra la pared, temblorosas. Apoyó la frente sobre el muro frío y comenzó a susurrar para sí mismo, como si invocara un conjuro, como si cada palabra fuera un clavo en el ataúd de sus enemigos.

—Pagarán... No te preocupes, Natalia... ellos pagarán por todo —murmuró con la voz quebrada, apenas un hilo de sonido.




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