Tiempo De Pagar

Capitulo 2

La luz mortecina de la mañana se filtraba a duras penas a través de las persianas cubiertas de polvo.
Dentro del apartamento, todo parecía suspendido en un limbo gris, congelado en el tiempo.

Ricardo Vega estaba sentado al borde de la cama, el cigarro consumiéndose lentamente entre sus dedos, dejando caer una delgada línea de ceniza que amenazaba con romperse.
Su mirada estaba clavada en la nada, fija, perdida.

No había dormido. No podía.
El peso del día anterior le comprimía el pecho como un yugo invisible, como si su propio cuerpo se negara a permitirle siquiera un respiro de olvido.

Se puso de pie con movimientos lentos, casi mecánicos, como un hombre que arrastraba cada uno de sus huesos a la fuerza.
Cruzó el cuarto, abrió una botella de whisky barato que descansaba en un rincón, y se sirvió un trago generoso, sabiendo —con amarga certeza— que el alcohol no era remedio, apenas era una tregua.

Encendió otro cigarro. La brasa crepitó débilmente mientras exhalaba el humo en dirección al techo manchado.

Entonces, el zumbido discreto de su celular rompió el aire muerto.
Sobre la mesa polvorienta, la pantalla titilaba débilmente como un faro perdido en la niebla.
Un mensaje.

Andrés.

"Viejo... me enteré. Vi tu nombre en las noticias locales. Sabes dónde encontrarme si deseas hablar."

Ricardo dejó el teléfono boca abajo, como si ocultarlo pudiera silenciar el mundo exterior.

Se acercó al armario, cuyas puertas de madera carcomida se resistieron a abrirse.
Sacó su saco negro, ajado en los bordes, y lo colocó sobre sus hombros con movimientos pesados. Luego, tomó su sombrero, ese viejo compañero de batallas, y lo encajó sobre su cabeza.

El vaso de whisky aún temblaba en su mano.
Sin pensarlo demasiado, bebió el contenido de un solo golpe. Un fuego inútil bajó por su garganta.

Sin mirar atrás, sin dudar, salió del apartamento, tragándose las cenizas de lo que alguna vez fue su vida.

---

El taller de Andrés era un hervidero de calor, aceite y ruido metálico.

El martilleo constante de alguna reparación se mezclaba con el olor penetrante de goma quemada y sudor rancio.
A simple vista, aquel lugar parecía ajeno al pasado que compartían. Un refugio improvisado, donde las cicatrices podían esconderse bajo el disfraz de la rutina.

Desde debajo de un vehículo viejo, Andrés emergió, limpiándose las manos con un trapo ennegrecido de grasa.

Cuando sus ojos se encontraron con los de Ricardo, apenas dibujó una sonrisa. Era más resignación que alegría, un gesto cansado de quien ha aprendido a desconfiar hasta de los reencuentros.

—Mirá quién decidió resucitar —dijo, acercándose con pasos pesados.

El apretón de manos fue breve, pero denso.
Un cruce silencioso de historias no contadas, de deudas invisibles que aún pesaban.

—Hace mucho que no nos veíamos —murmuró Ricardo, su voz arrastrando el eco de años olvidados.

—Demasiado... —replicó Andrés, frunciendo el ceño, como si cada palabra le costara.

Se apartaron hacia una esquina menos ruidosa del taller.

Ricardo encendió otro cigarro con dedos temblorosamente firmes. Andrés, en cambio, se cruzó de brazos, apoyándose contra una pila de neumáticos viejos, su figura recortada contra el fondo sucio del taller.

—¿Qué pasó, Ricardo? —preguntó sin rodeos.

Ricardo soltó una risa seca, amarga, apenas un susurro.

—Lo de siempre, Andrés... —exhaló humo hacia un costado—. El pasado, escupiendo sangre vieja.

Andrés entornó los ojos, analizándolo con gravedad.

—Cuando vi tu nombre en las noticias... no lo podía creer —dijo, en voz baja—. "Caso reabierto: el ex político Ricardo Vega, investigado por corrupción y crímenes encubiertos."

Las palabras quedaron flotando en el aire espeso.
Ricardo no se defendió. Solo aspiró una calada profunda y soltó el humo mirando hacia el cielo plomizo.

—Esto es una mierda —murmuró—. Sé que alguien está detrás de todo esto.
¿Quién querría desenterrar un cadáver tan viejo?

En su tono había algo más que confusión: había cansancio, había esa resignación que sólo conocen los hombres que ya han perdido demasiado.

Andrés bajó la voz, mirando hacia el piso como si buscara respuestas que no existían.

—Pensé que habíamos enterrado todo eso... —susurró—. ¿Por qué siempre vuelve para escupirnos en la cara?

Ricardo no respondió. No había respuestas limpias para preguntas tan sucias. Solo pensaba. Solo sentía el peso de algo que se movía, lento, inevitable, debajo de sus pies.

Unos pasos livianos rompieron el momento.
Ambos giraron la cabeza casi al mismo tiempo.

Luciana.

Cargaba una caja de herramientas sobre el hombro. Su overol azul estaba manchado en las rodillas, y su cabello rebelde apenas contenido por un moño improvisado.

Cuando sus ojos reconocieron a Ricardo, una chispa de alegría pura iluminó su rostro.

—¡Padrino! —exclamó, dejando la caja a un costado.

Corrió hacia él sin pensarlo.
Ricardo abrió los brazos y la recibió, una sonrisa, una verdadera, por primera vez en mucho tiempo, escapándosele entre la rigidez.

—¿Otra vez en problemas, padrino? —bromeó ella, mirándolo con picardía.

—Siempre lo estuve, muñeca —respondió él, despeinándola con una palmada suave en la cabeza.

La breve felicidad de ese momento pesó más que cualquier confesión o cualquier pecado.

Luciana se puso a trabajar en un motor cercano, tarareando algo para sí misma, como si el peso del mundo no existiera.
Mientras tanto, Ricardo y Andrés retomaron la conversación, esta vez en susurros.

—¿Víctor sigue dando vueltas? —preguntó Ricardo, como quien arranca una astilla infectada.

Andrés asintió, cruzándose de brazos otra vez.

—Vive solo. Limpiador en un depósito de chatarra. No sé si aguantaría otra guerra.
Algunos aprendemos a cargar la culpa mejor que otros.




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