El día se encuentra soleado, despejado, y con una fría brisa que apacigua el calor de la tarde. El joven político Hideaki Anders camina altivo en los pasillos de la Cámara de Diputados en dirección a la salida del recinto, vistiendo un traje ejecutivo gris de corte italiano.
Hideaki no puede dejar de pensar en lo que había conversado la noche anterior con sus viejos amigos, sobre todo con Elliot. El joven político había llegado a pensar que tal vez Elliot nunca regresaría; ingenuamente creyó que aquel terrible sentimiento que los invadió a todos diez años atrás había desaparecido completamente. Pero se equivocó.
Cuando Elliot volvió a la ciudad y les pidió hacer aquella reunión, Hideaki sintió que el mundo se derrumbaba a su alrededor. Pensó que era una pésima idea, y la noche pasada había asistido con el único objetivo de hacerlo cambiar de parecer. Pero entonces todo lo que sucedió aquel día, que le parecía tan lejano regresó a él, lo que había sentido y lo que había pensado. Poco importaba el hecho de que se había enamorado y la cruel verdad sobre lo que les sucedería a ambos si continuaban lo que estaban haciendo. En el momento en que Elliot le juró que no dejaría que nada le pasara, él decidió que definitivamente lo seguiría hasta el fin del mundo, atravesaría el océano nadando de ser necesario con tal de que estuviera satisfecho y una vez que Elliot triunfara, entonces Hideaki podría volver a los brazos de la persona que más amaba en todo el mundo.
Aún con aquella resolución, Hideaki se ha sumido en un bucle de recuerdos sobre las palabras que Danielle le dijo una tarde hacía bastantes años. Antes de que ella aceptara ayudar a Elliot, lo había tomado de la mano y lo llevó hasta la azotea de aquel desgastado edificio de apartamentos. Una y otra vez se repite en su mente el preciso momento en que Danielle lo mira con desesperación en sus ojos, con lágrimas resbalando por sus mejillas y con el viento meciendo su cabello. “¿Es que acaso no lo entiendes? Todo lo que somos se está derrumbando. Lo hemos perdido todo, yo lo sé mejor que nadie, pero aún somos humanos. Esta no es la solución”.
Hideaki sale de la Cámara y desciende los escalones del recibidor. Frente a las puertas del edificio se encuentra un automóvil Audi A8, con el chófer del vehículo esperando pacientemente a un costado de la puerta trasera. Cuando el político llega hasta el coche, el conductor le abre la puerta respetuosamente.
-Buenas tardes- saluda Hideaki.
-Buenas tardes, señor- responde el chófer, cerrando la puerta.
Es un hombre entrado en los cuarenta, con el cabello negro pulcramente peinado hacia atrás y los ojos azules brillantes de alegría. Recientemente ha contraído matrimonio, y el hombre parece alegre todo el tiempo. Viste un traje doble botón negro, una gorra de plato del mismo color y guantes blancos impolutos.
El chófer se encamina a tomar su lugar en el vehículo y, una vez encendido el motor y puesto el cinturón de seguridad, mira a Hideaki a través del retrovisor.
-¿A dónde?- pregunta con la confianza que años de servicio le ha dejado.
-Fiori di Ciliegio- dice simplemente.
El conductor asiente y arranca el automóvil. Hideaki mantiene la vista baja en todo el camino, a pesar de las constantes miradas que el chófer le dirige por el espejo. Está preocupado, después de todo ha trabajado para la familia Anders desde hace veinte años, ha visto crecer a aquel chiquillo que ahora es diputado local y nunca, ni una sóla vez, lo ha visto tan decaído como en ese momento.
-¿Se encuentra bien, señor?- inquiere el conductor, sin poder evitarlo, una vez llegan a su destino.
-En realidad no- suspira. El político abre la puerta y baja del vehículo.- Regresa en una una hora Frank. Aunque es probable que demore mucho menos.
-Como desee.
Hideaki cierra la puerta y se aparta de la acera justo cuando Frank se marcha por la avenida. El joven diputado da la vuelta y comienza a subir por las escaleras del recinto, rodeado de fotógrafos y reporteros. Aquel restaurante es, sin duda, el más famoso e importante de todos, donde decenas de celebridades, políticos, empresarios y grandes eminencias recurrían con frecuencia para comer.
Pero Hideaki no está ahí para degustar sus delicias, como la noche pasada. Esta vez está sólo para hablar con el gerente del enorme negocio.
Una vez entra al restaurante y evade todas las formalidades del lugar, Hideaki se adentra por una escalinata de piedra, ubicada al fondo del sitio, para poder llegar al segundo piso. En ese nivel no hay nada más que mesas reservadas para la gente pudiente de la ciudad que paga extra por un sitio privado lejos de los paparazzis. Justo en ese piso está un elevador que conecta las cocinas con los comensales, y además es la única forma de llegar al tercer nivel, donde se ubica la gerencia y la administración.
Hideaki se dirige al ascensor con rapidez, y sólo después de ingresar una combinación de símbolos en un teclado especial las puertas del elevador se abren para que pueda entrar. El político camina dentro de este, y presiona el botón del piso 3. Mientras las puertas se cierran y durante el recorrido de ascenso, Hideaki siente como su pulso comienza a acelerarse y el sudor que sus manos empiezan a secretar.
El político suspira en un intento por calmarse y camina con fingida seguridad una vez las puertas se abren en el tercer nivel. Es un único y largo pasillo, con cinco puertas en total: dos a cada lado y una al final del mismo. El corredor está adornado con una alfombra roja con detalles en dorado y decenas de lámparas lujosas en el techo. Hideaki ignora las puertas a los costados y se centra en la puerta del fondo, una puerta grande de madera barnizada que parece alejarse conforme se recorre el pasillo.
Sin embargo, cuando toma la perilla de la puerta, un sudor frío comienza a recorrer su columna vertebral, las piernas comienzan a temblarle y siente un nudo terrible en la garganta. Está a punto de arrepentirse y marcharse sobre sus propios pasos, aunque tenga que decirle a Elliot en la cara que enviara a Danielle a hacer aquello.