Tierra

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Son muchos años los que han pasado desde entonces, aunque, en mi memoria, los recuerdos del día en el que llegué a la isla saben a ayer. Es de aquellos lugares imposibles de reproducir en una imagen. Algunos elementos de la Tierra poseen una belleza tangible en sus partículas y solo pueden ser registradas por un cuerpo presente. No pueden transmitirse, ni siquiera con palabras. Su singular atractivo está atado al ahora, no se posterga. No existe más allá, ni en el futuro ni en tu mente. La magnificencia de esos lugares se pierde con cada paso que tus pies te alejan. Imposible explicarlo sin desmerecerlo, imposible recordarlo tal cual lo viví.

Esa porción de tierra vibraba como un ente vivo. Se podría pensar que un unicornio se habría tragado la selva brasileña de Feyrian y luego la hubiera regurgitado sobre la isla. Pese a llegar de noche, el arcoíris que plasmaba la extensión que alcanzaba mi vista era sobrecogedora. Aparecimos en la playa, junto al romper de las olas. El agua brillaba con luz propia. Un sinfín de chispas destelleaban sobre la superficie como si diminutos peces luminiscentes nos dieran la bienvenida. No pude maravillarme demasiado con el espectáculo porque Feyrian comenzó a caminar hasta la fila de árboles que delimitaba la playa. Lo seguí y dejamos atrás los pocos bultos que había traído conmigo. Con cada pisada, los granos se adherían a los bajos de los pantalones igual que pepitas de oro, fulgentes y gruesas. Sostuve un grano entre los dedos y me lo acerqué a la nariz para comprobar que, como imaginaba, aquello no tenía pinta de arena. Era algo distinto, más bello y delicado, como si se tratara de una realidad alternativa. Aquellas maravillas no parecían corrientes.

La flora que cubría la tierra en el incipiente bosque del margen de la playa resplandecía en una amalgama de verdes, desde el lima hasta el verdinegro. La brisa que viajaba desde el océano la hacía mecer tales olas bravas. Nosotros dos, curtidos marineros, las atravesábamos: Feyrian separando con delicadez ramas, arbustos o flores de un tamaño y de un color para mí nunca vistos, y yo acariciando lo que mis brazos abarcaban, registrando sensaciones, por si aquel lugar era de aquellos imposibles de evocar.

Para cuando salimos del bosque, mi sentido del olfato hacía tiempo que había colapsado. Recuerdo pensar que la selva amazónica, donde hacía unas horas había estado a punto de morir, olía como Feyrian. El aroma salvaje del infinito, como si un prado hubiera estallado de repente, se percibía por doquier en la selva de Brasil. La isla, en cambio, no estaba hecha para la nariz humana. De haber respirado hondo, me habría desmayado de puro éxtasis. El perfume era tan espeso, sinfónico y penetrante que el cerebro se paralizaba intentando separar los distintos estímulos, para luego procesarlos juntos. En aquella ocasión, hasta la sublimidad resultaba excesiva.

Feyrian se detuvo al llegar a un claro. La luna era creciente, pero no hacía falta su luz para ver lo que teníamos enfrente. El esplendor de la naturaleza misma que nos envolvía era suficiente y dotaba de sombras danzarinas a una fila de peculiares construcciones. Las numerosas edificaciones que germinaban de la hierba como brotes se hallaban separadas las unas de las otras por un par de metros y formaban lo que aparentaba ser la fracción de un círculo. Eran idénticas entre sí, y contaban con una planta circular y unas paredes blancas impolutas sin ventanas ni puertas.

Miré el escorzo de Feyrian a la espera de que me dijera algo, alguna explicación por fútil que fuese, pero no hubo suerte. Desde que habíamos llegado a la isla, se había limitado a caminar en silencio dando por hecho que yo lo seguiría. Hasta el momento, no se había girado ni una sola vez para comprobar que así era.

Feyrian se acercó a los peculiares edificios y fui tras él. Pasamos por entre dos de ellos y, al observarlos más de cerca, pude comprobar que sí que tenían puertas, solo visibles por la ranura de forma rectangular que las enmarcaba, ya que estaban hechas del mismo material brillante, liso y frío que la pared.

Dejamos atrás esa línea de obras cilíndricas y llegamos a una nueva hilera, con un número menor de construcciones que, entre sí, formaban otra circunferencia de diámetro más reducido. Tras alcanzar la última fila, descubrí que aquellas casas estaban dispuestas formando un total de tres círculos concéntricos.

En el centro del último se encontraba lo que buscaba Feyrian: un nutrido grupo de infinitos. En el escaso segundo que duró aquella estampa, entendí que nadie los había avisado de mi visita. Exhibían su cuerpo níveo, idéntico al de los tres regentes, Anscar, Troen y Vandala. En aquel momento pensé que, aunque compartían el mismo aspecto y par de ojos rojos crepitantes, los tres regentes no relumbraban de la misma forma. A la mayoría de los individuos les llameaba un corazón de luz en el pecho tan intenso que sus rasgos faciales, ya de por sí etéreos, apenas se vislumbraban desde mi posición. Justo cuando mis sentidos comenzaron a disfrutar de la imagen, como si acabara de ser testigo de una danza de dríadas, aquella fábula se evaporó sin más.

El aspecto de cada uno de los infinitos congregados se transformó. Como si alguien hubiera accionado un interruptor, cambiaron su cuerpo al humano. El bochorno me inundó de golpe desde la planta de los pies hasta la coronilla. Por supuesto, no llevaban ropa. Frente a mí, más de un centenar de personas completamente desnudas.

Feyrian alzó mi barbilla con dos dedos y me obligó a mirarlo. Sonreía con dulzura. De repente, reparaba en mí con un brío diametralmente opuesto a la indiferencia de hacía unos minutos.

—Voy a presentarte a mi familia —me dijo mientras ampliaba su sonrisa.

Aquel Feyrian era distinto al de siempre. Rezumaba calma. Jamás lo había visto relajado hasta entonces. En nuestros encuentros anteriores, una parte de él permanecía en guardia, dispuesto a atacar o a defenderse.



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En el texto hay: juvenil, fantasia y magia, romance

Editado: 27.11.2020

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