A pesar de ser gemelas, en cuestión de gustos no pudimos haber salido más diferentes. Mientras que yo adoraba los tonos fríos como el verde o el azul, ella prefería los colores más cálidos como el naranja o el rojo, y así era como tenía su habitación decorada.
Su cuarto parecía una réplica de Marte, con las paredes en aquel tono anaranjado. Diana solía tener lo que ella llamaba «momentos de inspiración creativa», y decidía cambiar el color de las paredes, las cortinas y todo lo que pudiese permitirse modificar. En cambio, mi habitación era bastante más austera: solo con partituras, dibujos hechos por mi hermana y algunos libros.
Entrar en aquella habitación me quitó la respiración durante una milésima de segundo. Después, me tomé un tiempo en contemplar detenidamente cada rincón, cada detalle. Todo estaba tal cual, sin manipular. Parecía que en cualquier momento Diana fuese a aparecer por la puerta para intentar darme un susto, entre risas.
Parpadeé un par de veces para evitar echarme a llorar allí mismo, y me acerqué hasta su escritorio. Había algunos bocetos de dibujos en los que estaba practicando, libros de estudio y apuntes para retener mejor los conocimientos. «Siempre fue una chica aplicada en todo», pensé con tristeza.
Volví la vista hacia sus estanterías, llenas a rebosar de libros sobre cuentos de hadas, mitología y bestiarios. Cuando no estaba estudiando, su mente siempre parecía estar a miles de kilómetros de su cuerpo, muy por encima de las nubes, recorriendo mundos que solo ella podía ver. Siempre la envidié por eso. Yo había heredado la parte más escéptica, y no creía en cuentos ni en fantasías. Si por mí fuera, todas las hadas del País de Nunca Jamás habrían muerto hacía tiempo.
Ojeé por encima aquellos volúmenes, pensando que, quizá, lo mejor sería llevar conmigo alguno de esos libros, leerlo e intentar conectar con esa parte de mi hermana que nunca me molesté en querer conocer realmente. Puede que fuera lo más apropiado.
De repente, mi mano tembló con ligereza al toparse con un libro en concreto. Tenía aspecto antiguo, de cubierta en color ocre y el lomo estaba algo desgastado. Lo saqué, retirando de paso el polvo que había acumulado tras su tiempo en desuso. Su portada no era especialmente atractiva, o al menos no lo suficiente como para que yo me animase a leerlo. Se titulaba La comunidad secreta, del autor Robert Kirk, y tenía un único dibujo en su centro: parecía una especie de persona dibujada desde un ángulo extraño. No supe identificar bien qué era realmente.
Parecía un libro corriente, de estos que encuentras con relativa facilidad en una biblioteca por su simplicidad de portada, título y, también, por el desgaste. Pero era de Diana, no tenía ninguna duda. Al abrirlo por una de las páginas, leí la primera frase que encontré:
Un ensayo sobre la naturaleza y actos del pueblo subterráneo, generalmente invisible, al que antaño, y entre los escoceses de las Tierras Bajas se aludiera con los nombres de elfos, faunos y fairies, o similares.
Abrí mucho los ojos. No tenía ni idea que hubiera escritos así, ensayos que parecían tan profundos sobre un tema…, en fin, un tema de fantasía. Eché un vistazo por encima al resto del libro y vi que mi hermana había estado tomando apuntes, subrayando notas y hasta haciendo algún que otro boceto a lápiz sobre criaturas pequeñas y delicadas, con dos o cuatro alas de aspecto membranoso que salían de sus espaldas.
Cerré el libro con el ceño fruncido. «No puedo creerme que esté leyendo esto», pensé mientras, con el libro en la mano, me acercaba hasta la ventana. Nunca entendí cómo una chica tan inteligente como mi hermana pasaba su tiempo libre elaborando teorías de lo más descabelladas sobre cuentos y fantasías creadas por puro aburrimiento.
Pero mis padres tampoco entendían mi predilección por la música, hasta el punto de rechazar la idea de ir a la universidad tan solo para estudiar violín. Volví a pensar que las dos no éramos tan diferentes en ese aspecto, que ambas teníamos esa necesidad de ir más allá de nuestra propia realidad. Ella, con sus historias; yo, con mi música. A través del cristal, encontré mi propio reflejo sonriendo con tristeza al pensar de nuevo en mi hermana.
Luego me fijé más en el exterior. El buen día hacía que la estampa fuese agradable de ver desde allí. La casa de mis padres se encontraba en un pequeño pueblo a las afueras de la ciudad donde yo me alojaba, en la residencia. Aunque poco a poco había ido creciendo más y más, aquel lugar seguía manteniendo esa esencia rural, con gente que había nacido y pasado allí toda su vida.
El río del accidente se encontraba un poco más lejos, y no había vuelto a visitarlo desde entonces. Un puente conectaba ambos extremos debido a la profundidad de su cauce, que imposibilitaba cruzarlo de cualquier otra manera. Además, dependiendo de las épocas, podía llegarse a encontrar una gran acumulación de algas y plantas que podían ser una trampa mortal si caías en esas aguas.
Reconocí a un par de familias que pasaron junto a la casa mientras daban un paseo, y, entonces, me fijé en un chico que estaba apoyado en la pared de otra casa cercana, hojeando una revista. Parecía que estuviese esperando a alguien. En un principio no le di mucha importancia, pero algo me hizo querer examinarlo más detenidamente. Llevaba una chaqueta gruesa de color azul y una gorra deportiva que le tapaba el rostro, así que desde mi ventana no podía ver bien sus rasgos.
Ya que no iba a conseguir verle la cara, al final desistí y me encogí de hombros. Volví mi atención al libro de aquel tal Robert Kirk. Tendría que investigar mejor sobre ese autor.
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Editado: 01.12.2022