La primera luz del amanecer se filtraba por las rendijas de la ventana, iluminando la habitación con un resplandor suave. Víctor, con la mirada fija en la carta que acababa de escribir, sentía un torbellino de emociones. La despedida era amarga, pero necesaria. Dejó la carta y parte del dinero junto a ella sobre la mesa para Miguel. Era una promesa silenciosa de regreso, una esperanza que se aferraba en la penumbra de la incertidumbre.
Con su mochila al hombro, Víctor se adentró en las calles de la ciudad central, una amalgama de tecnología y la majestuosidad de una era pasada. Los vehículos recorrían las calles, mientras los ciudadanos, tanto españoles como incas, se movían con prisa, cada uno inmerso en su propio mundo.
Sofía Salamanca, una amiga de infancia de Víctor, lo esperaba en el punto de encuentro. Era una mujer de carácter fuerte, con raíces incas, pero con la astucia para navegar en un mundo donde su gente era marginada.
—¿Estás listo para esto, Víctor? —preguntó Sofía, su mirada intensa y penetrante.
—Lo estaré —respondió Víctor, la determinación marcada en su voz.
Juntos, se unieron al grupo que planeaba el asalto a las minas de Pukawasi. Los rumores de que la capitanía española estaba excavando hasta el corazón de la Ñuke Mapu y extrayendo algún poder ancestral, resonaban con una urgencia alarmante.
—Iremos en vehículos hasta acercarnos lo suficiente —dijo Sumaq, el líder del grupo—. Luego iremos a pie, para no levantar sospechas.
Entre los miembros del grupo estaba Yawar, un hombre de mirada esquiva que Víctor no había visto antes. Algo en su presencia inquietaba a Víctor.
A medida que se acercaban al lugar, los lamentos que Víctor había sentido se intensificaban, una sinfonía de dolor y desesperación que pulsaba en sus venas.
—¿Los oyes? —preguntó Víctor, su voz temblorosa.
—No, pero puedo sentir algo... oscuro —respondió Sofía, su intuición agudizada por años de conexión con los ancestros.
La operación era arriesgada. Infiltrarse y plantar una bomba en las torres construidas sobre las minas para provocar un derrumbe. Ante ellos, se alzaban las gigantescas torres que albergaban las grandes puntas de diamante que cavaban profundamente en la tierra. El grupo se acercó con sigilo, cada sombra y rincón oscuro era un aliado en su misión.
Habían logrado burlar las entradas con una facilidad desconcertante. Yawar, con una confianza que rozaba la arrogancia, parecía tener todo bajo control. Les indicaba por dónde ir y qué hacer con una precisión que solo podía provenir de un conocimiento íntimo del lugar.
El grupo se movía en silencio, cada paso calculado, cada respiración contenida. La tensión en el aire era palpable; cada miembro del equipo era consciente de los riesgos, de la magnitud de lo que estaban a punto de hacer. Los muros de la torre, fríos y amenazantes, parecían observarlos.
Pero en el momento crítico, cuando la determinación alcanzaba su punto álgido, las alarmas sonaron. Un estruendo ensordecedor que rasgó la noche, anunciando la traición. Habían sido vendidos.
—¡Es una trampa! —gritó uno de los miembros del grupo, pero ya era demasiado tarde.
La confusión y el pánico se apoderaron del grupo. Los pasos apresurados resonaban en los pasillos de la torre, una danza macabra de sombras y luces intermitentes. Yawar se reía con desprecio, su traición ahora evidente.
Fue en ese instante cuando la emboscada se desató. Soldados armados emergieron de las sombras, sus armas apuntando con precisión. Estaban rodeados. La traición de Yawar había sido meticulosamente planificada; cada ruta de escape, cada posible refugio, había sido anticipado y bloqueado.
—¡Ríndanse! —ordenó el capitán de los soldados, su voz fría y autoritaria.
Víctor, Sofía y los demás, superados en número y sin posibilidad de escape, se vieron obligados a rendirse. Amordazados y vencidos, fueron trasladados en camiones rumbo a Cuzco.
Víctor, con las manos atadas, dirigió su mirada hacia Sofía. Sus ojos, impregnados de la amargura de la traición, se encontraron con los de ella. En ese instante de desolación, un estruendo ensordecedor retumbó en la oscuridad de la noche. El camión se volcó abruptamente. Los gritos aterradores y los golpes contundentes se entrelazaban en un caos indescriptible; algo inusitado había ocurrido en el exterior.
En medio de la confusión, Víctor y Sofía se encontraron. Sus miradas se cruzaron, un silencio ensordecedor en medio del tumulto.
—¿Estás bien? —preguntó Víctor, su voz ronca por el miedo y la ansiedad.
Sofía asintió, tratando de liberar sus manos atadas. Sus ojos, llenos de una mezcla de terror y alivio, se clavaron en los de Víctor.
—Sí, estoy bien —respondió, su voz temblorosa—. Pero ¿y ahora qué?
—Vamos a salir de esto, Sofía —la interrumpió Víctor, su tono firme, tratando de infundir confianza—. No estamos solos.
Sofía lo miró, la intensidad de su mirada revelaba más que palabras. En ese instante, en medio del caos y la desesperación, una conexión inexplicable se forjó entre ellos.
—Siempre has sido el optimista —dijo Sofía con una sonrisa temblorosa—. Aún en momentos como este.
Víctor sostuvo su mirada. Había una fuerza en Sofía que siempre lo había asombrado, una resiliencia que iba más allá de la adversidad.
—Y tú siempre has sido la valiente —respondió Víctor.
En ese momento, un silencio se apoderó de ellos. El caos a su alrededor se desvaneció, y en ese instante de conexión, una promesa no dicha se formó.
La puerta trasera del camión se abrió de golpe.
—¡Víctor! —gritó Sofía, pero su voz se perdió en el tumulto.
Víctor, confundido, levantó la vista. Entre las sombras y el humo, una figura se destacaba. Un joven, con los ojos fijos en Víctor, extendió su mano.
—Es hora de irnos —dijo, su voz era una mezcla de autoridad y misterio.