El viento soplaba con fuerza, llevando consigo la esencia del desierto. Catriel y Víctor cabalgaban juntos, sus siluetas marcadas contra el horizonte crepuscular. El Tamarugal se extendía ante ellos, un testigo silencioso de las edades, de las batallas libradas y las historias contadas.
-Los ancianos del Wallmapu te buscan, Víctor -dijo Catriel, su voz cortando a través del silencio del desierto-. Aunque no sé exactamente los motivos.
Víctor miró a Catriel con interés.
-¿Por qué atacaron las minas? -prosiguió Catriel, su curiosidad avivada, deseoso de entender cómo habían descubierto el lugar exacto donde las antiguas machis sentían que la tierra se desgarraba.
-Sofía me ha contado que la Pachamama está herida -respondió Víctor, su voz impregnada de una mezcla de reverencia y preocupación-. Yo también lo percibo, es como una tristeza profunda, un lamento que resuena directamente en mi alma.
Catriel inclinó la cabeza, su mirada perdida en la vastedad del Tamarugal.
-A ella la conocemos como Ñuke Mapu -reveló Catriel-. Los españoles la llamarían Madre Tierra. Aunque para ellos, la tierra no es más que un recurso, desprovisto de alma, ajeno a la sacralidad.
Víctor reflexionó sobre las palabras de Catriel. Sentía la verdad en ellas, una verdad que resonaba con la conexión que sentía con la tierra.
-Esas sensaciones que experimentas son la evidencia de un poder que reside en ti -afirmó Catriel con una seriedad penetrante-. Solo las machis más poderosas logran conectar con la tierra con tal intensidad. Ahora comprendo por qué los ancianos te buscan.
La solemnidad en la voz de Catriel añadió un peso a sus palabras, y Víctor, absorbido en la revelación, sintió una mezcla de asombro y curiosidad. Un misterio ancestral parecía envolverlo.
El viento continuaba su danza implacable, esculpiendo formas efímeras en la arena del desierto. Catriel y Víctor, inmersos en una conversación profunda, parecían navegantes solitarios en un mar de silencio y misterio.
-Entonces esa Sofía... -comenzó Catriel, pero su voz se desvaneció en el viento.
-Ella es una amiga de infancia -interrumpió Víctor, su voz teñida de una mezcla de respeto y cariño-. Aunque era una huérfana mestiza, fue criada en un acllawasi. Su madre del templo era una mama-cuna muy respetada, una sacerdotisa destacada.
Una comprensión silenciosa se dejó ver en los ojos de Catriel.
-Ahora entiendo por qué nuestros destinos convergen -murmuró, su mirada fija en el horizonte, donde el crepúsculo bailaba su eterna danza con la noche.
Un silencio cómplice se instaló entre ellos, cada uno perdido en sus propios pensamientos, hasta que la curiosidad de Víctor rompió la quietud.
-¿Y Rayen? -preguntó, su voz cargada de intriga.
Catriel se tomó un momento antes de responder, sus ojos reflejando la luna creciente que comenzaba a ascender en el cielo.
-Solo la conozco desde que comenzó este viaje -confesó-. Rayen es una Aonikenk, una guerrera que también desciende de linajes con conexiones espirituales profundas.
Víctor, con la mirada aún fija en Catriel, procesaba cada palabra. La mención de los Aonikenk despertó algunos recuerdos.
-Aonikenk... -repitió Víctor, su voz teñida de asombro-. Marco me contó algunas historias sobre los hombres del sur, los de la tierra del fuego. Los hombres del final del mundo -hizo una pausa, los recuerdos envolvieron a Víctor en una suave ola de nostalgia-. Aunque a veces le preguntaba más allá, pero siempre terminaba por cambiar el tema.
Catriel, escuchando atentamente, concordó. Los misterios del sur eran conocidos, pero también habían sido esquivos para él; los ancianos también solían evitar el tema.
-Tampoco sé mucho -admitió Catriel-. Más allá del Wallmapu también viven los Yámana. Mi abuelo me contó que alguna vez también vivió el pueblo Selk'nam, pero al parecer no sobrevivieron a la guerra.
El silencio se instaló nuevamente entre ellos. Catriel, observando cómo la noche se apoderaba del paisaje, se volvió hacia Víctor.
-Pasaremos por La Tirana -dijo, su voz resonando en la quietud del desierto-. Es un pueblo que debe su nombre a una antigua princesa guerrera inca que resistió la invasión. Por supuesto, no necesito explicarte que la compasión no era su fuerte.
Víctor, intrigado, se quedó en silencio.
Pero la noche avanzaba, y con ella, la necesidad de encontrar refugio. Catriel, consciente de los peligros que acechaban en la oscuridad, tomó una decisión.
-Aún nos queda mucho camino -continuó, su mirada escudriñando el terreno circundante-. Es mejor acampar aquí. Seguiremos al amanecer.
Víctor asintió, evidentemente Catriel sabía lo que hacía. Juntos comenzaron a preparar el campamento, la silueta de los caballos recortada contra el cielo estrellado y el silencio del desierto los envolvía, un recordatorio constante de la inmensidad que los rodeaba.
Mientras el fuego crepitaba, las llamas danzando al ritmo del viento, Víctor se encontró sumido en sus pensamientos.
Víctor, con la mirada fija en las llamas, finalmente rompió el silencio.
-¿Qué sabes sobre La Tirana? -preguntó, su voz cargada de curiosidad.
Catriel se quedó mirando el fuego por un momento antes de responder. Las llamas reflejaban en sus ojos un brillo misterioso.
-No mucho -admitió-. El Mapuche y el Inca nunca se llevaron muy bien. Solo sé que una princesa inca llamada Huillac se instaló aquí con guerreros incas y aymaras. Hoy, es un pueblo en el que conviven ambos.
Víctor se quedó pensativo. La historia de los pueblos indígenas estaba marcada por conflictos, alianzas y desencuentros.
-¿Y cómo es que una princesa Inca termina estableciéndose tan al sur? -inquirió Víctor.
Catriel se quedó en silencio por un momento, las palabras de Víctor habían evocado en él recuerdos de las historias contadas por los ancianos del pueblo. El fuego crepitaba suavemente, lanzando chispas que se perdían en la oscuridad de la noche.