Tierra de Sangre y Fuego: Sol y Luna

7. La Tirana

La primera luz del alba se extendía por el horizonte, pintando el cielo con tonos suaves de naranja y azul. Catriel y Víctor, con los ojos aún pesados por el sueño, se prepararon para reanudar su viaje. Los caballos, inquietos, pateaban el suelo con impaciencia, ansiosos por emprender la marcha.

A medida que avanzaban, la conversación entre ellos fluía con naturalidad. Hablaron de su infancia, de los días inocentes marcados por juegos y descubrimientos, y de los anhelos que, como semillas, habían echado raíces en sus corazones.

-Recuerdo las vastas praderas de Wallmapu -compartió Catriel, su voz teñida de nostalgia-, donde los vientos corrían con libertad y los ríos fluían con suavidad.

Víctor, con una sonrisa, asintió.

-En la ciudad, los edificios se alzaban oscureciendo el cielo -respondió-. Pero había un lugar, un pequeño jardín, donde me sentía en contacto con la naturaleza, allí conocí a Sofía.

Así, entre recuerdos y sueños, llegaron a La Tirana. Un gran muro, imponente y austero, se alzaba ante ellos, marcando el límite del pueblo. Desde lo alto, un guardia los observaba con ojos penetrantes.

-¿Quiénes son y qué buscan en La Tirana? -preguntó con voz grave.

Catriel, con la mirada fija en el guardia, respondió con firmeza.

-Soy Catriel, un mapuche, y este es Víctor. Estamos de paso y necesitamos comprar algunas provisiones -explicó.

El guardia los examinó con detenimiento, sus ojos escrutando cada detalle, como si intentara leer las intenciones ocultas en sus almas. Un silencio tenso se instaló, y por un momento, el tiempo pareció detenerse.

Finalmente, el guardia asintió y dio la orden de abrir las puertas. Con un crujido resonante, el muro se abrió, revelando el pueblo que se escondía detrás. Catriel y Víctor, con una mezcla de alivio y anticipación, guiaron a sus caballos hacia el interior.

El guardia, con una expresión de seriedad marcada en su rostro, se disculpó.

-Por favor, excúsenme -dijo, su voz resonando con una mezcla de autoridad y cortesía-. Hay movimiento en el norte, en la Ciudad. Hubo un atentado hace un par de días.

Víctor y Catriel intercambiaron una mirada rápida, apenas perceptible. Sabían más de lo que podían revelar; después de todo, Víctor y su grupo habían estado en el corazón de aquel acto.

-¿Qué ha pasado exactamente? -preguntó Víctor, manteniendo la calma, su voz no revelaba la tormenta de emociones que se agitaba en su interior.

El guardia, ajeno a las turbulentas aguas que fluían en las venas de los viajeros, compartió los detalles que había recibido.

-Un grupo indígena fue interceptado intentando dañar las minas, principal fuente de energía de la Ciudad -relató el guardia, su voz grave y solemne resonando en el aire quieto de la mañana-. Bravo de Saravia ha asegurado que todo está bajo control, pero el grupo logró escapar.

Catriel, por su parte, asintió con gravedad. La noticia del atentado no era una sorpresa. Pero escucharlo de boca de un guardia, en un lugar tan alejado de la Ciudad, subrayaba la magnitud y la resonancia de sus acciones.

-Gracias por la información -dijo Catriel con cortesía, su voz firme y controlada.

Se adentraron en el pueblo, dejando atrás al guardia y la imponente presencia del muro. La Tirana se despertaba a un nuevo día, ajena a las turbulentas corrientes que fluían más allá de sus fronteras.

Una vez a una distancia segura, Catriel se volvió hacia Víctor.

-Las noticias vuelan -murmuró, su voz apenas un susurro entre el bullicio del pueblo que se despertaba a la vida.

Víctor asintió, su mente era un torbellino. El atentado, su escape, la respuesta de Bravo de Saravia.

Catriel y Víctor, con las provisiones en mano, salieron de una tienda solo para encontrarse con dos guardias que los esperaban con expresiones serias. Un frío presagio se deslizó por la espina dorsal de Víctor. Catriel, sin embargo, mantuvo la calma, su rostro imperturbable.

-El gobernador del pueblo los espera -informó uno de los guardias.

Ambos hombres intercambiaron una mirada de sorpresa y preocupación. ¿Por qué querría verlos el gobernador? Se dejaron guiar hacia un edificio relativamente grande para el tamaño del pueblo. Era una estructura imponente que se destacaba en el paisaje árido.

Dentro del edificio, en el salón más grande, un hombre de unos 60 años, con cabellos grises y una presencia autoritaria, los invitó a sentarse en la gran mesa que dominaba el centro del espacio.

Dentro del edificio, en el salón más grande, un hombre de unos 60 años, con cabellos grises y una presencia autoritaria, los invitó a sentarse en la gran mesa que dominaba el centro del espacio

-Un par de hombres abriéndose camino por el desierto es algo llamativo -comenzó el gobernador, su voz grave y resonante-. Hay caminos más fáciles de recorrer. No quiero saber el porqué de su travesía por estos parajes, le debemos mucho al Wallmapu, les proporcionaremos lo que necesitan, pero deben irse pronto.

Catriel, con una mirada penetrante, replicó:

-¿Acaso dejaron las antiguas artes, no logran sentir el peligro?

El gobernador suspiró.

-Aún quedan algunos entre nosotros y nos han advertido, pero somos un pueblo pequeño y la gente aquí no quiere problemas.

-Ya veo -dijo Catriel con un tono de desaprobación-. Por aquí la mayoría se ha rendido a la tecnología y aquello que el huinca llama ciencia, pero debo advertirles que lo que vaticinan los viejos del sur es más grande de lo que creen.



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En el texto hay: razas guerreras, magia amor fantasia

Editado: 16.02.2024

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