Después de dos días exhaustivos de viaje, las imponentes estructuras de Ingapirca emergieron en el horizonte. Lo que una vez fue un templo sagrado inca, ahora se erigía como una ciudad fortificada, bajo el mando de Tupac III.
Conforme el camión se acercaba a las puertas principales, las alarmas resonaron en el aire, generando un ambiente de tensión palpable. ¿Qué motivo tenía un camión citadino para aproximarse a la ciudad? Los guardias, posicionados estratégicamente en lo alto de los muros, apuntaban con sus armas de fuego hacia el vehículo y sus ocupantes. Era evidente que los Incas habían evolucionado desde la llegada de los invasores del Viejo Mundo. El metal precioso que una vez sirvió como ornamento y símbolo de riqueza, ahora se había transformado en herramientas de defensa. Habían aprendido la lección: el metal no solo servía para adornar, sino que era crucial para su supervivencia.
Los ocupantes del camión se miraron entre sí, conscientes del peligro que enfrentaban. Namku, con su serenidad característica, levantó la mano en señal de paz, intentando transmitir que venían con intenciones pacíficas.
Los guardias, con sus armas aún en alto, se mantuvieron alertas, evaluando la situación. La voz potente de Namku rompió el silencio.
—¡Somos Mapuches, venimos del Wallmapu! —gritó hacia los muros de la ciudad.
Rayen, a su lado, añadió con firmeza: —También vienen con nosotros algunos Incas de la ciudad.
Uno de los guardias, con una expresión escéptica, inquirió: —¿Y por qué vienen con un camión de la ciudad?
Namku, manteniendo su postura imponente, respondió: —Podemos explicarlo, pero es esencial que hablemos con Tupac.
Los guardias intercambiaron miradas y comenzaron a murmurar entre ellos. Después de unos momentos de deliberación, uno de ellos se retiró, probablemente en busca de alguien con mayor autoridad. No pasó mucho tiempo antes de que una figura imponente apareciera en lo alto de los muros: el Apu Randin, a cargo del grupo de soldados de turno.
Con una voz que denotaba autoridad y experiencia, el Apu Randin les habló: —¿Vienen del Wallmapu? —Gritó desde arriba, evaluando al grupo—. Pueden entrar, pero antes deben ser registrados.
Namku asintió, su rostro mostrando gratitud y alivio. —No hay problema con eso —afirmó.
Pasaron uno a uno por las puertas de Ingapirca. Mientras lo hacían, los guardias les requisaron todas las armas que llevaban. El Apu Randin, con una expresión seria, les aseguró:
—Sus armas serán guardadas en un lugar seguro.
Al llegar el turno de Yawar, quien aún llevaba esposas, uno de los guardias preguntó con curiosidad:
—¿Y ese por qué viene esposado? —indicando a Yawar con la cabeza.
Namku, con una expresión solemne, respondió: —Tenemos una larga historia que contar. Deseamos presentar nuestros respetos al Inca. Le contaremos todos los detalles y el porqué de nuestra presencia aquí.
El Apu Randin los observó con cierto desdén en sus ojos, pero tras un momento de consideración, asintió. Guio al grupo hacia el templo más elevado de la ciudad. A medida que avanzaban, los habitantes de Ingapirca les observaban con sorpresa y curiosidad, murmurando entre ellos.
—Hace mucho tiempo que no recibimos visitas —comentó el Apu Randin, notando las miradas inquisitivas de la gente.
Una vez llegaron al templo, se detuvieron en la entrada. Un sirviente se acercó para anunciar su llegada a Tupac III, quien, al recibir la noticia, comenzó a prepararse para la audiencia.
Después de un breve lapso, les indicaron que podían subir. Al hacerlo, se encontraron con un gran trono al aire libre. En él, un hombre de mediana edad, con una postura majestuosa y una mirada penetrante, los esperaba. Era Tupac III, el líder de Ingapirca. Su presencia imponía un profundo respeto y autoridad.
Al encontrarse frente a Tupac III, Namku realizó un gesto hacia el resto del grupo, señalando que debían inclinarse en señal de respeto. Uno a uno, hicieron una reverencia ante el emperador. Sin embargo, Newen mostró su desagrado al tener que hacerlo, su inclinación fue más forzada que sincera.
—Mis respetos, Emperador —dijo Namku, levantando la vista.
Tupac levantó la mano en un gesto de desdén. —No es necesario. Dime, ¿a qué debo esta sorpresiva visita?
Namku, con voz firme y clara, comenzó a relatar cada detalle que había llevado al grupo hasta Ingapirca, sin omitir ningún acontecimiento.
—Mmm, interesante —murmuró Tupac, mientras sus ojos se posaban en Yawar—. Entonces, ese de allá es el traidor —señaló directamente al joven.
Namku asintió en confirmación.
Sin más preámbulos, Tupac se levantó y, con un movimiento ágil, extrajo una espada de una estatua ornamental que estaba a su lado. —En esta ciudad no hay espacio para un Inca traidor —proclamó con autoridad. Yawar, comprendiendo su destino, rompió en llanto. —No te preocupes, tus compañeros se encargarán de llevar tus ganancias a tu familia.
Con un movimiento rápido y preciso, Tupac decapitó a Yawar. El silencio se apoderó de la escena. Todos, desde los más experimentados hasta los más jóvenes, observaron con asombro y horror. Newen parpadeó con sorpresa, Antu retrocedió visiblemente afectado, y Rayen miró a Tupac con ojos llenos de terror.
—No logramos sobrevivir siendo compasivos, joven chamán —le dijo Tupac a Rayen, mientras con un gesto ordenaba a sus sirvientes que limpiaran el desorden.